No existe discurso único que sea bueno

En un país y en un momento histórico en el que muchos intentan imponer un discurso único, resulta verdaderamente alentador -y hasta produce cierto alivio- escuchar voces disonantes que se atrevan a defender la pluralidad de ideas, sin importar si éstas coinciden o no con su línea de pensamiento.

En una sociedad adolescente donde aún existen verdades incómodas de las que todos son conscientes pero sobre las que no es sencillo hablar, es saludable que existan personas con el valor necesario como para decir lo “políticamente incorrecto”.

Celina Kofman es, seguramente, la más representativa de las Madres de Plaza de Mayo de Santa Fe. En las últimas horas, cuestionó con dureza a Hebe de Bonafini y su convocatoria a un juicio público para algunos periodistas que, según ella, colaboraron con la pasada dictadura militar.

“A esta altura de las circunstancias, nada me puede sorprender de Hebe porque dolorosamente debo decir que las cosas que está haciendo nos hieren cada día más. No participamos, ni compartimos, el escrache o juicio a periodistas. Si bien no comparto la posiciones de algunos de ellos, respeto por sobre todas las cosas la libertad de expresión, porque es la garantía para una sociedad democrática”, afirmó Kofman.

*-*-*-*-*

Centrar el problema en Hebe de Bonafini sería simplificar demasiado las cosas. Su actitud es apenas una expresión más dentro de un contexto enrarecido que se viene generalizando desde hace tiempo.

El juicio público a los periodistas se produjo pocos días después de que un pequeño grupo impidiera expresarse a una mujer que luchó durante gran parte de su vida por opinar con libertad en su país. Recorrió miles de kilómetros para reencontrarse con su familia, llegó a la Argentina en busca de aquella libertad tantas veces negada y se vio obligada a abandonar la Feria del Libro de Buenos Aires sin poder hablar.

Hilda Molina tiene el alma curtida. Está demasiado acostumbrada a la censura y a la imposición de un discurso único como para preocuparse demasiado por lo sucedido. Pero no por eso, lo que pasó deja de ser grave.

Dos días después, el periodista Gustavo Noriega tampoco pudo presentar su libro dedicado a explicar qué ocurre en el Indec. Un grupo de barrabravas de Nueva Chicago irrumpió con violencia en la sala y frustró la presentación.

Ellos no saben quién es Noriega, ni qué ocurre en el Indec. Están poco preocupados por conceptos tales como libertad o expresión.

Sólo saben cumplir con la orden de quien mejor les pague. No importa quién es el postor, qué ideas deben defender o a quién deben hacer callar. Se los llama barrabravas porque ocupan un lugar en las tribunas del fútbol, pero en realidad son delincuentes mercenarios que en gran medida viven gracias al dinero de los impuestos que desde el año pasado el Estado argentino se encarga de poner en manos de los clubes.

La tentación de imponer un discurso único está siempre latente. Se trata de un fantasma que sobrevuela incansablemente sobre cualquier sociedad, que puede reposar y echar raíces en cualquier sector: político, sindical, productivo, empresarial, religioso. Y también periodístico.

La actitud que a su manera manifiesta Hebe de Bonafini, se repite en otros sectores -opositores o favorables al gobierno-, aunque con formas más solapadas y, tal vez, aún más peligrosas.

Es que la tentación de imponerse por la fuerza -ya sea física o discursiva- parece formar parte de la condición humana, de los reflejos más primitivos. La madurez de una sociedad y su bienestar no sólo se deben medir por sus logros económicos. De hecho, el mundo está plagado de inescrupulosos e infelices llenos de dinero.

La madurez de una sociedad debe medirse por su capacidad de convivencia, de respeto, de creatividad, de generar espacios de disenso y libertad.

El problema no radica en la existencia de ideas incómodas y contrapuestas. La discusión es siempre bienvenida, aunque desgaste, aunque por momentos suene a pérdida de tiempo. A muchos, los atemoriza la pluralidad de voces, pues se sienten amenazados, por lo que prefieren cerrarse y hasta imponer el discurso conocido.

El riesgo mayor es el discurso único. No hay discurso único que sea bueno. Creer en las bondades de una voz monocorde es apenas un espejismo tentador.

Evitar esa tentación sigue siendo el gran desafío para un país como la Argentina, donde tantos buscan imponerse a su manera y, si es posible, destruyendo al enemigo.