Realidades paralelas

Los memoriosos insisten en que no hay antecedentes en el país que recuerden una convocatoria tan masiva como fue la fiesta del Bicentenario en la ciudad de Buenos Aires. Durante el último día de conmemoración, se calcula que entre dos y tres millones de personas deambularon por las calles porteñas, disfrutando de cada una de las presentaciones artísticas, culturales e históricas. Desde el sábado 22, cuando se iniciaron las actividades, la cantidad de visitantes se estima en los seis millones.
En esta verdadera marea humana, difícilmente se pudo distinguir entre oficialistas y opositores, derecha e izquierda, campo y ciudad, pobres y ricos, creyentes y anticlericales.
Se respiró un clima de alegría, de tranquilidad y de respeto sorprendentes. Entre quienes recorrieron el casco histórico de la Capital Federal no hubo desuniones, enfrentamientos, lecturas mezquinas, ni crítica barata.
Como pocas veces suele ocurrir, el hombre común fue protagonista. Los que usualmente son meros espectadores de una realidad política crispada, dejaron de serlo y se transformaron en los actores centrales en este escenario sorprendente y espontáneo. Es que nadie obligó a la gente a apoderarse del centro porteño. Nadie estableció reglas, ni ejerció control alguno para que imperara la convivencia pacífica y respetuosa.
Hubo niños y abuelos. Hombres y mujeres. Hubo argentinos de todas las latitudes y también extranjeros. Hubo visitantes que por primera vez se topaban con los principales edificios históricos del país, y otros que seguramente tienen la fortuna de observarlos a diario. Todos pudieron redescubrir la posibilidad de sentirse parte de un mismo momento.
Las divisiones estuvieron en otro lado: en la reinauguración del Teatro Colón, en los Tedéum de Capital Federal y Luján, en las listas de invitados a los eventos oficiales, en los presentes y los ausentes, en minúsculos grupos estratéticamente ubicados con toda su parafernalia partidista.
¿Sabrán los dirigentes argentinos leer este mensaje del hombre común? ¿Comprenderán que las inevitables diferencias no deben eclipsar las posibilidades de convivencia? ¿Aprenderán alguna vez que el éxito de unos no puede sustentarse en el inevitable fracaso de otros? ¿Descubrirán por fin que el contenido de sus discursos suele estar demasiado alejado del interés de la mayoría? Lo más probable es que, a partir de ahora, todo vuelva a ser como antes. Sólo algún éxito deportivo en el Mundial de Fútbol podrá convertirse en una suerte cuña que ponga un momentáneo paréntesis al discurso crispado.
Sin embargo, las fiestas del Bicentenario fueron, son y continuarán siendo una muy buena noticia. No sólo porque ratificaron que el hombre común mantiene viva su vocación de convivencia pacífica y respetuosa; sino porque además permitieron confirmar que los argentinos somos capaces de generar momentos de los que vale la pena enorgullecerse.
Con eso alcanza. Aunque la dirigencia continúe transitando por una realidad paralela.