Hasta la semana pasada se sabía que, para el gobierno argentino, el fútbol era una cuestión de Estado. De hecho, desde agosto de 2009 se destinaron miles de millones de pesos que surgieron casi exclusivamente de las arcas públicas para sostener las transmisiones de los partidos.
Sin embargo, el velo acaba de caer y la verdad quedó al desnudo: para el gobierno argentino el fútbol es, en realidad, una herramienta para hacer política. No importa que para eso se utilice el dinero que aporta cada uno de los argentinos -incluso los que no integran el Frente para la Victoria y aquellos a los que no les interesa el fútbol- a través de sus impuestos.
Lo dijo textualmente Hebe de Bonafini. Y por si esto no fuera suficiente, recordó que así pensaba Néstor Kirchner. La pelota, la pasión y “los goles secuestrados” de los que habló Cristina durante el lanzamiento de Fútbol para Todos fueron, en realidad, meras excusas. Apenas pueriles instrumentos a través de los cuales se publicitan los actos de gobiernos y se intenta traccionar votos.
Las intenciones de algunos funcionarios kirchneristas de incorporar al sector privado, reducir el gasto público destinado a las transmisiones y mejorar un producto vetusto y recargado, terminaron estrellándose contra la realidad.
Pero los grandes perdedores no fueron los empresarios, ni los periodistas que se aprestaban a sumarse al proyecto a partir del arranque del torneo. El gran perdedor fue, en realidad, el gobierno en su conjunto.
En primer lugar, porque la decisión de Cristina Fernández terminó por socavar la ya desgastada figura de su jefe de Gabinete, Jorge Capitanich, quien desde fines del año pasado se convirtió en la voz y en el rostro del gobierno.
Hacía varias semanas que el chaqueño se había puesto al frente del proyecto y hasta había anunciado con entusiasmo que los cambios comenzarían a implementarse a partir del inicio del campeonato. No será sencillo para él enfrentar nuevamente a los medios, ni encontrar argumentos suficientes para explicar los motivos por los que su voz sufrió semejante desacreditación pública.
La imagen del secretario legal y técnico de la Presidencia, Carlos Zannini, también salió golpeada luego de tamaña desprolijidad. De nada importó que se tratara de uno de los hombres más cercanos a Cristina. Tampoco él pudo resistir el embate del sector más duro del kirchnerismo, representado por La Cámpora que lidera Máximo Kirchner, un joven que no tiene cargo oficial alguno, ni fue elegido por la ciudadanía para tomar decisiones.
Las contradicciones, la improvisación y las divisiones internas del gobierno quedaron expuestas de manera casi tragicómica. Y sucedió en el peor momento.
Ocurrió en medio de un verdadero tembladeral económico, cuando la incertidumbre pesa sobre cada uno de los argentinos que desde que comenzó 2014 se preguntan cuál es la verdadera situación del país y qué pueden deparar los próximos meses.
Vaya paradoja. El fútbol, que para el kirchnerismo es una cuestión política, terminó desnudando la verdadera situación interna del gobierno.
Lo que se alcanza a ver resulta inquietante, causa preocupación e incrementa una sensación de agobio que, por momentos, se torna asfixiante.