Vaya si resulta paradójico lo que acaba de ocurrir. Desde ayer, Jorge Mario Bergoglio se transformó en el argentino más importante de la historia del país. Y, al mismo tiempo, desde ayer Jorge Mario Bergoglio dejó de pertenecer a la Argentina. Francisco pertenece, desde ahora, al mundo.
Para uno de cada siete habitantes del planeta, este hombre será el máximo líder espiritual. Y para el resto, una figura prominente e influyente desde todo punto de vista. Más allá de credos, razas o ideologías políticas.
Por eso no tiene sentido alguno continuar hablando de las tensas relaciones que Bergoglio mantuvo con el gobierno kirchnerista durante los últimos años, y mucho menos analizar desde esa óptica lo que acaba de suceder con su nombramiento como Sumo Pontífice .
Desde que este sacerdote jesuita se convirtió en Francisco, aquella discusión pasó a ser un tema menor, de vuelo rasante. Un tema casi pueblerino, de una comarca ubicada en el fin del mundo y habitada por una sociedad a la que nunca le resultó sencillo ponerse de acuerdo, a pesar de sus potencialidades y virtudes.
Algunos egos locales pueden sentirse amenazados. Pero, mal que les pese, este cura que alguna vez pasó por Santa Fe, que debió dar explicaciones por su pasado en épocas de dictadura, que conoce los subtes y las villas porteñas, ya forma parte de la historia universal.
Como todo hombre, seguramente este hijo de italianos que quiso ser químico y terminó siendo Papa, debe haber cometido errores a lo largo de su vida. De hecho, seguramente continuará equivocándose, como cualquier ser humano.
Pero el destino lo llevó a ocupar un lugar clave, en un momento particularmente sensible para la Iglesia y para la humanidad, que vive una etapa de cambios vertiginosos. En sus manos, tiene desde ahora la invalorable posibilidad de contribuir a la construcción de una historia mejor.
El ejemplo de Juan Pablo II sigue presente. La designación como Papa de aquel polaco desconocido para la mayoría, terminó acelerando cambios políticos trascendentales en la Europa del este que lo había visto nacer y convivir con una realidad abrumadoramente deshumanizada.
Nadie puede saber si Francisco contribuirá efectivamente a traer tiempos mejores para esta Latinoamérica castigada que intenta asomar al mundo. Pero, al menos, desde ahora se trata de una posibilidad concreta y novedosa.
Lo que resulta innegable, es que lo ocurrido ayer debe ser recibido como una buena noticia para todos los vivimos en este rincón del planeta.
Cuando las décadas pasen, continuará vivo el recuerdo de que un 13 de marzo de 2013, el primer Papa no europeo asomó desde el histórico balcón de la Plaza de San Pedro. Y se trató de un hombre que nació y creció en el mismo suelo en que nacimos y crecimos.
Éste debería ser un motivo de unidad y orgullo, pues sería una pena que la lógica de cabotaje, la mirada corta y el vuelo rasante de quienes están convencidos de que sólo la confrontación puede parir tiempos mejores, termine enturbiando lo que debe ser motivo de satisfacción para todos. Más allá de credos, razas o ideologías políticas.