Así funciona la psicología de los corruptos

Los especialistas coinciden en que el ser humano es transgresor por naturaleza. Sin embargo, cada persona tiene su límite. El problema surge cuando ese umbral es tan bajo, que atenta contra valores esenciales.

¿Qué tienen en la cabeza?, ¿cómo es posible que se atrevan a tanto?, ¿no piensan en el resto de las personas?, ¿no sienten miedo a ser descubiertos?

“Todos somos en alguna medida corruptos. Lo importante es observar en qué lugar se encuentra esa medida”, afirmó el psicólogo y periodista Diego Sehinkman, que en estos momentos conduce el ciclo Terapia de Noticias, en el canal La Nación + y escribió dos libros que claramente están relacionados con esta problemática: ¿Qué tienen los políticos en la cabeza? (Ediciones B- Vergara) y Políticos al diván (Sudamericana).

Nada mejor que un ejemplo para comprender este concepto: “Si robo los cubiertos del avión… ¿soy un corrupto? Ligeramente diríamos que sí. Pero si soy capaz de robar la almohada y las toallas del hotel, el problema va creciendo. Uno es capaz de transgredir hasta un punto donde empieza a entrar en colisión con sus valores, con su moral. Y a partir de allí comienza a sentir que algo no está bien”, explicó.

El neurocientífico Mariano Sigman llama a eso “punto de equilibrio”. Es decir, el punto hasta donde una persona es capaz de transgredir sin entrar en colisión con sus valores.

Sehinkman advirtió que “en los corruptos este punto de equilibrio está demasiado corrido hacia un extremo y la inhibición tarda en aparecer. La corrupción es claramente un corrimiento del punto de equilibrio”.

¿Todo corrupto es un psicópata?, le pregunté a Sehinkman. A lo que respondió: “El psicópata es alguien cuyos valores y creencias son disruptivos con relación al común de la sociedad. Él no siente que va a contramano del mundo, sino que el mundo es el que está equivocado. Sin embargo, no todo corrupto en lo absoluto es un psicópata ya que, si el contexto favorece la transgresión, casi cualquier persona es capaz de transgredir o de cometer actos de corrupción”.

¿Sólo los corruptos están en condiciones de gobernar o de conducir? Según Sehinkman, para llegar lejos en la política se requiere, aun en los casos mejor intencionados, de “altos niveles  de narcisismo y pequeñas dosis de rasgos psicopáticos. Esto implica tener menos registro del otro, estar menos pendiente de la opinión de los demás. Si alguien tiene demasiadas dudas o un perfil neurótico, difícilmente soportaría las reglas de juego de la política y del poder. El problema es que, en lugar de contar con dos gotitas de rasgos psicopáticos, demasiados políticos parecen haberse echado la aceitera encima”.

Desde la época de los primates

Según Sehinkman, “la transgresión o la mentira fueron un primer signo distintivo de los primates en su evolución. El primate capaz de engañar a los otros tenía una ventaja competitiva con respecto al resto. Sin embargo, si se volvía demasiado transgresor, era echado del grupo. Esto demuestra que los animales tienen ciertos grados de tolerancia a lo disruptivo”.

“Una hipótesis –explica este psicólogo y periodista- es que en la Argentina cierto nivel de transgresión pareció ser una ventaja competitiva desde los últimos 50 años, en un lugar absolutamente inestable en lo económico. Entonces, la transgresión podía ser vista como una ventaja competitiva con respecto al resto”.

Pero la situación queda descarnadamente al desnudo cuando la transgresión se convierte en norma y sucede un accidente como el de la línea del tren Sarmiento en Once, donde se perdieron 51 vidas.

El “punto de equilibrio” se fue corriendo durante décadas en la Argentina. “En los 90 –recordó Sehinkman- se relacionaba a la corrupción con ciertos niveles de riqueza y ostentación. Era la mansión sobre el río, el yate o el auto de lujo. Pero no estaba asociada con gente muerta al lado de un tren. Eso terminó sucediendo durante los últimos años”.

Lo extremadamente dañiño es que aún existan importantes sectores que no parecen haber tomado conciencia de los daños concretos que la corrupción genera.

“Lo que vemos como involución – sostuvo Sehinkman- es cómo se corrió el punto de equilibrio. En la Argentina, la eterna inestabilidad económica hizo que se privilegiara a líderes con la supuesta capacidad de generar cierto bienestar económico. Ante las crisis, la incapacidad de conseguir trabajo o de satisfacer necesidades básicas, difícilmente la gente puede dar el valor apropiado a la dimensión de lo ético o lo moral”. Así, la idea de que “roba, pero hace”, terminó convirtiéndose en una verdadera trampa mortal.

No resulta fácil encontrar en los últimos 70 años del país líderes que hayan generado condiciones de bienestar económico y, a la vez, fueran intachables y éticos.

A pesar de los problemas, Sehinkman observa que “de a poco se va generalizando un reclamo de transparencia, porque la gente comenzó a percibir la conexión entre la corrupción y la decadencia del país. No siempre es fácil percibirlo. Pero comenzamos a ver los costos que este proceso implica”.

Los deshonestos siempre son “los otros”. Quizá por ese motivo, en la Argentina se vive criticando a los gobernantes. Sin embargo, ellos surgieron de la misma sociedad de quienes critican. Pocos parecen estar en condiciones de alegar ignorancia.

Sobre finales del año pasado le pregunté  a Ricardo Monner Sans -abogado que llevó adelante casos tan emblemáticos como el de la venta de armas a Ecuador y Croacia durante el menemismo- si los argentinos somos corruptos como sociedad. De hecho, quienes gobiernan el país no nacen de un repollo, ni son implantados por fuerzas exógenas.

La respuesta fue cruda y sincera: “Es la más difícil de las preguntas… Ciertas idiotizaciones que se han producido, ideas como sálvese quien pueda, el fin justifica los medios o los honestos no pueden gobernar, se transformaron en las fórmulas ideológicas de la decadencia y la mediocrización argentinas”.

A mediados de 2013, el Centro de Opinión Pública de la Universidad de Belgrano (COPUB) entrevistó a 620 personas en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires sobre la problemática de la corrupción.

Los resultados fueron reveladores. Y también preocupantes:

– El 50 por ciento de las personas admitió que cometería o que consideraría la posibilidad de cometer un acto de corrupción si obtuviera a cambio un gran beneficio económico.

– El 55 por ciento de los consultados encontró en algún grado aceptable o tolerable que un político sea corrupto, si soluciona importantes problemas del país o mejora la economía.

– Apenas el 52 por ciento de las personas apoyó el principio básico de que la ley debe respetarse sin excepciones. El 48 por ciento consideró que cabe la posibilidad de no hacerlo.

Evidentemente, y aunque el reclamo social intente reflejar otra cosa, para la mayoría de los argentinos la honestidad es un valor relativo, que depende del contexto y de circunstancias coyunturales. La tolerancia a la corrupción parece incrementarse frente a gobernantes, dirigentes o empresarios que realizan gestiones aparentemente buenas.

– ¿Tenemos salida?, le pregunté a Ricardo Monner Sans, un hombre que dedicó –y dedica- su vida a pelear contra los deshonestos.

– “No quiero perder las esperanzas… Déjeme mantenerla hasta el final”, me respondió.

Los corruptos y los psicópatas parecen ser inevitables. Lo importante, en todo caso, es que no sean ellos quienes logren imponer sus reglas al resto de la sociedad.


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