Se acabó el poder absoluto

El poder político en la Argentina está disgregado y ésa es una buena noticia. Ya nadie tiene la posibilidad de imponer sus ideas sin cuidar las formas. Las nuevas circunstancias obligan a los actores de la política a rendir cuentas y, aunque les pese y les cueste, los llevan necesariamente a un contexto de negociación permanente.
Lo que ocurrió durante esta semana en el Congreso Nacional -primero con la discusión sobre de los DNU en la Cámara de Diputados, luego con la aprobación del pliego de Marcedes Marcó del Pont y después con la modificación del impuesto al cheque- puede tener, al menos, dos lecturas.
La primera es pensar que el país se encuentra empantanado en discusiones eternas que producen una irremediable pérdida de tiempo y postergan la salida rápida de viejos problemas. Es que cada debate insume prolongadas discusiones, en las que unos y otros parecen jugar a todo o nada y que, en numerosas ocasiones, derivan en causas judiciales cuyos tiempos no concuerdan con las expectativas de la ciudadanía.
La otra lectura pasa por reconocer que, de una vez por todas y luego de muchos años, la discusión política vuelve a tener relevancia en la Argentina. Se terminó, al menos por un tiempo, el poder casi absoluto en manos de un solo sector político y se multiplicaron las posibilidades de escuchar nuevas voces, nuevos tonos que reemplacen el discurso monocorde, tantas veces cercano a lo autoritario.
Esta nueva realidad política permite, en definitiva, saber quién es quién. Cuando un sector ostenta la suma del poder público, es fácil y cómodo encolumnarse de manera casi autónoma y anónima detrás de sus discursos, sus recursos y sus intereses.
Pero cuando el poder se disgrega -un fenómeno que comenzó en el país desde 2008 con el conflicto entre el gobierno y el campo y que se profundizó el año pasado con las elecciones legislativas-, comienza a cobrar más importancia el rol de cada uno de los protagonistas de la política.
El Congreso estuvo paralizado durante semanas, pero esa situación no podía sostenerse durante mucho tiempo. Aunque los protagonistas de la política no estén acostumbrados a las nuevas circunstancias, poco a poco los hechos los superan y se ven obligados a reacomodar sus estrategias.
Aparecen así las Adriana Bortolozzi, hasta el miércoles una casi desconocida senadora por Formosa ligada al kirchnerismo, que decidió sentarse en su banca y habilitar el quórum necesario como para que pudiera iniciarse la sesión.
Cuando se la consultó sobre su postura, dijo: “La peor manera de defender a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner es no sesionando. Eso sería no tener Congreso”.
En realidad, su actitud tuvo otra motivación. Bortolozzi es la esposa del vicegobernador Floro Bogado y juntos están peleando por intereses electorales en la interna del PJ formoseño. Saben que, de aprobarse la reforma al impuesto al cheque, su provincia recibiría 300 millones de pesos más por coparticipación.
Otra voz casi desconocida escuchada el miércoles es la de un senador kirchnerista por Misiones llamado Luis Alberto Viana, quien se opuso a acompañar la postura del oficialismo aduciendo que su provincia necesita dinero.

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Paradójicamente, la paridad de fuerzas está permitiendo a los argentinos volver a saber del ex presidente Carlos Menem, quien durante todo 2009 no pronunció una sola palabra en el Senado y que ahora desconcierta a los más avezados analistas políticos, que no alcanzan a comprender si está con el oficialismo o con la oposición.
En definitiva, el nuevo escenario expuso nuevamente a Menem, quien debió salir del mutismo que tantas veces adoptan los políticos como una suerte de guarida donde refugiarse.
La disgregación del poder también obligará a los miembros del enorme arco opositor a respetarse mutuamente, pues nadie está en condiciones de perder un solo voto en el Congreso de la Nación.
La presidenta, quien hace poco trató de corruptos a gran parte de los integrantes del Poder Judicial, tendrá que aprender a cuidar sus palabras porque las circunstancias inducirán al gobierno a llevar ante la Justicia cuestiones directamente vinculadas con la discusión política, como seguramente sucederá con la votación realizada en el Senado por el impuesto al cheque.
Aunque sea por la fuerza, aunque el hecho esté fundado en la defensa de intereses sectoriales o hasta por la miserable necesidad de supervivencia, el diálogo y la negociación política poco a poco parecen recuperar lugar en la Argentina. Habrá chicanas, descalificaciones, juego sucio. Pero nadie podrá contar con la ventaja de saber que siempre tiene en sus manos la carta ganadora.
El rabino Sergio Bergman dijo hace poco, durante su último paso por Santa Fe, que “los argentinos seguimos atados a faraones que redimen”. Y es cierto. Como a toda sociedad adolescente, nos tranquiliza estar en manos de un líder fuerte y soñar con que los que males pueden subsanarse como por arte de magia.
La discusión y el debate político nos incomodan. Les pasa a los de derecha y a los de izquierda. Ambos están unidos por la permanente tentación de imponer sus ideas por la fuerza.
En los Estados Unidos, el presidente Barack Obama debió negociar durante más de un año la reforma del sistema de salud. Después de mucho esfuerzo y diálogo, logró una aprobación ajustada en el Congreso.
Esa noche, él y su equipo se abrazaron aliviados. El hombre más poderoso del mundo habían puesto en juego gran parte de su futuro político.
El diálogo y la negociación política pueden ser lentos y hasta desgastantes, mucho más para una sociedad poco habituada a tales conductas.
Pero la imposición de las ideas y el poder absoluto, sólo puede llevar a un camino de revanchas y rencores del que difícilmente se tenga retorno.