Las tomas de tierra con final trágico ocurridas en los últimos días del año pasado provocaron una conmoción social. Esta semana se repitieron las ocupaciones. En diciembre, el Gobierno y la oposición carecieron de una respuesta inmediata e inteligente y, antes de darse cuenta de que debían encarar el problema con un mínimo de consenso, se acusaron de agravar el conflicto mediante la manipulación de los ocupantes.
A raíz de estos hechos recrudeció el debate entre los que afirman que el orden debe subordinarse a las necesidades insatisfechas y no puede restablecerse con represión, y los que sostienen que ante todo el Estado tiene que garantizar la tranquilidad pública y el derecho de los terceros.
Se reavivaron reduccionismos y sesgos ideológicos. Unos, desde cierto republicanismo abstracto, clamaron por el cumplimiento, sin más, de la ley. Otros, camuflados en un populismo oportunista, tildaron de represores e insensibles a los que pedían la restitución del orden.
Estas disputas son típicas de la Argentina. Pocos formulan preguntas, que podrían inducir a un debate sincero, casi todos descalifican al que piensa distinto. Los que piden la ley omiten preguntar: ¿de qué hablamos, cuando hablamos de la ley? ¿Es igual para todos, como se proclama? ¿Es estrictamente universal o debe considerar también los contextos históricos y las diferencias socioculturales? ¿No merecen las nuevas formas de protesta y organización un examen atento y menos prejuicioso? Temas arduos que la honestidad intelectual no puede eludir.
Por su parte, los que asumen la defensa del pueblo -la mayoría de ellos ocupa el poder político- evaden cuestiones espinosas: ¿instauramos la nueva política, como cierta vez prometimos, o nos asociamos con alguna de sus peores expresiones para asegurarnos el dominio territorial? ¿En ese afán, nuestros socios no apañan barras bravas con poder de fuego y reclutan manifestantes a cambio de droga? Y aún más: ¿servimos a los pobres o también los usamos? No sólo con grandes números y planes sociales se vuelve más humana la vida de los que menos tienen.
El significado de la ley y el orden, la garantía de los derechos, la desigualdad de oportunidades, la existencia de mafias, las nuevas formas de organización popular, atraviesan estas discusiones. Pero la ideología termina reduciéndolas a guerras fantasmales y toscas antinomias: pueblo versus ley; movimientos sociales versus instituciones; orden versus caos; garantismo versus represión.
Dos dimensiones, que suelen confundirse, subyacen a estas polémicas. Una es el alcance y la naturaleza de lo legal; la otra es la formalidad o informalidad que poseen las organizaciones sociales. Sostendré que combinando estos términos pueden diferenciarse cuatro países distintos, a la vez imbricados y en dramático conflicto.
El primero es la Argentina legal y formal. El país oficial. Lo ocupan las instituciones políticas y económicas sancionadas por la Constitución y los códigos. Sus principales agentes son el Estado, el Gobierno, los partidos políticos, los sindicatos, las empresas privadas y los ciudadanos que alcanzan los requisitos materiales y educativos para poseer ese estatus.
En la Argentina oficial se determinan las condiciones y estrategias que deben cumplirse para alcanzar el poder. Y se construyen los relatos sobre el modo apropiado de conducir la nación. Allí el populismo y el liberalismo político sostienen desde hace décadas un debate, nunca saldado e inconducente, acerca de lo que es la buena democracia y el buen capitalismo.
Solapado con la esfera institucional, se desarrolla el país formal e ilegal. Esta Argentina, a la que llamaré corrupta, representa la contracara de la Argentina oficial. Es el ámbito de la parainstitucionalidad, como lo denomina Carlos March. Allí pululan las agendas ocultas y las prácticas ilegales de todo tipo, avaladas, por complicidad u omisión, por el poder formal público y privado. Si la Argentina oficial es el Dr. Jekyll, ésta es Mr. Hyde.
Por fuera de las instituciones, pero con refinados niveles de organización, existe un tercer país: el ilegal e informal. Es la Argentina mafiosa. La que fabrica la inseguridad y el crimen. Hace pocos días, en este diario, Juan Tokatlian trazó un preciso diagnóstico de ella. A propósito del contrabando de drogas a España, describió la fatídica "triple P": una coalición de pandillas, policías venales y políticos corruptos, al servicio del delito. ¿Cómo funciona? La mafia hace sus negocios; la policía libera zonas para garantizarle impunidad a cambio de dinero; los políticos se benefician de las transacciones ilegales y las dejan pasar. Esta trama no es una originalidad argentina, recuerda Tokatlian, solo que aquí crece de manera desaforada ante un Estado ausente e ineficaz.
Otra Argentina, perturbadora y soterrada, completa el cuadro. La llamaré la Argentina emergente. Es la que estalló en Villa Soldati. La conforman los que no se sienten representados por el país oficial y sus instituciones. La mayoría tiene necesidades básicas insatisfechas y severas carencias de salud, educación y vivienda. Son explotados y están expuestos a la manipulación. Se trata de nativos e inmigrantes informales, desprovistos de ciudadanía. Pero cabe preguntar: ¿son también ilegales a los que hay que aplicarles sin más la ley?
En rigor, de acuerdo con los hallazgos recientes de la sociología urbana, los emergentes crean su propia legalidad que cohabita, en tensión, con la lógica jurídica del Estado. El "pluralismo del derecho" o la "interlegalidad", de la que habla esta disciplina, es el producto de la coexistencia, en las grandes ciudades, de culturas y niveles sociales muy dispares.
Las cuatro Argentinas conviven e interactúan de manera circular: la Argentina oficial se desdobla en la Argentina corrupta; la Argentina corrupta tiene vasos comunicantes con la mafiosa; la Argentina mafiosa se infiltra en la emergente; la Argentina emergente presiona e interpela a la oficial.
No sólo los reclamos populares o los sucesos prohibidos que se evocaron encuentran su lugar en esta ronda; también hay que colocar allí hechos incipientes, como el oscuro asesinato de sindicalistas, del que tuvimos un caso hace tres días.
Bien mirado, la Argentina oficial es el eslabón más débil de esta cadena. Y el síntoma de nuestra fragilidad institucional. No combate con eficacia la corrupción, que corroe sus cimientos; deja crecer la delincuencia por falta de control; no sabe qué hacer con los que reclaman más equidad en la distribución de la riqueza.
Pero además está envuelta en una confusión paradójica: cree que sus debates son decisivos para una sociedad a la que no quiere ver ni puede abarcar. Juega a pelearse mientras se multiplican las muertes y se agolpan las protestas. Es un sinsentido. En realidad, la clase gobernante comparte hoy más de lo que aparenta. Véanse, si no, las propuestas de los que competirán en octubre.
No se mejorará sobreactuando diferencias menores. La cuestión no es el diagnóstico, sino el consenso. El problema que debe resolver la Argentina oficial, si quiere fortalecerse, es otro: cómo alcanzar acuerdos para ejecutar políticas que combatan la corrupción, desarticulen la delincuencia e integren a los excluidos. Se trata de un programa acotado y realista, no de un inasible proyecto de país, que quedará para los historiadores.
Tarde o temprano habrá que hacerlo. Por convicción o por supervivencia. De lo contrario, es probable que como ocurrió en otros países se agrave la desintegración, prevalezca la violencia y las instituciones resignen el resto de legitimidad que aún conservan.