Lo peor que podría suceder con el discurso brindado por Cristina Fernández durante la apertura del período de sesiones ordinarias del Congreso de la Nación, es que su contenido sea analizado desde una estricta posición de trinchera política.
No importa que el kirchnerismo fomente en todo momento una lectura maniquea de la realidad. Reproducir y multiplicar esa visión de posturas extremas, irreconciliables y sin puntos intermedios, no es otra cosa que imitar lo que tanto se le critica.
Aclarado este punto, habrá que decir que Cristina Fernández brindó una avalancha de estadísticas que reflejan las diferencias irrefutables que existen entre la Argentina de principios de 2013, y aquella que el kirchnerismo comenzó a gobernar hace exactamente una década.
Es cierto que algunos datos pueden resultar engañosos, exagerados o discutibles. Pero es evidente que el país ha logrado enormes avances en materia social y económica durante estos diez años. Negar los aciertos del kirchnerismo en distintos ámbitos, representaría una necedad sólo comparable con la de aquellos que intentan convencer a la nación de que durante la última década el gobierno no cometió equivocación alguna.
De todos modos, también resulta imprescindible recordar que la Argentina venía de la peor crisis de su historia moderna. Desde esa perspectiva, cualquier balance estadístico arrojará resultados positivos.
Pero eso no es todo: el objetivo esencial del discurso de todo presidente de la Nación ante la Asamblea Legislativa, apunta a brindar un informe sobre el estado del país durante el último año y plantear los objetivos para el año que comienza.
Los resultados de las comparaciones estadísticas, seguramente, hubiesen sido muy diferentes si Cristina Fernández hubiera brindado un informe de situación comparando 2012 con 2011. Este período refleja una caída en el crecimiento, retroceso en rubros esenciales como el de la construcción e incremento de los niveles inflacionarios, entre otros inconvenientes.
El tema de mayor impacto del discurso presidencial fue, sin dudas, el anuncio de una serie de proyectos de ley tendientes a “democratizar a la Justicia”.
En este sentido, habrá que reconocer que -salvo honrosas excepciones- el Poder Judicial en la Argentina se ha caracterizado desde siempre por su fuerte grado de corporativismo y por su falta de rendición de cuentas hacia una sociedad que reclama mayor eficiencia y apertura. Desde este punto de vista, estaban dadas todas las condiciones como para que el gobierno decidiera arremeter con sus críticas hacia los jueces.
Sin embargo, existe una extendida y asfixiante sospecha de que, detrás de esta supuesta “democratización de la Justicia”, se esconde el deseo de controlar políticamente a un poder que debe ser independiente.
A fin de cuentas, la que alguna vez dijo “Vamos por todo”, fue Cristina.
Desde entonces, cada uno de sus dichos y de sus actos despiertan, inevitablemente, desconfianza, temores y suspicacias.