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Apenas habían pasado unos minutos de las 2 de la mañana del 24 de marzo de 1976, cuando un grupo de militares golpeó con fuerza inusual las puertas del Colegio Mayor Universitario de Santa Fe.
Cierto clima de desconcierto se apoderó del lugar. Hasta que el padre Atilio Rosso, con la experiencia de haber vivido 47 años, tranquilizó a los pibes que allí se alojaban y atendió a los uniformados.
Llegaron con una lista de nombres. Sospechosos, todos ellos, de integrar grupos guerrilleros. Preguntaron por un tal José Ambrosiaco, pero el cura les explicó que allí no conocían a nadie con ese apellido. No conformes, consultaron al resto de los jóvenes presentes. Todos negaron tener idea de quién se trataba.
Es que en ese apellido aparecían dos letras por equivocación: “ac”. Nunca se sabrá si fue un guiño del destino o un acto divino. Porque, en realidad, el nombre del joven que estaban buscando no era José Ambrosiaco, sino José Ambrosino.
Ese error y la suspicacia de un cura sabio que estaba al tanto de los riesgos de aquellos días cargados de violencia, permitieron que el joven Ambrosino pudiera desarrollar una vida atravesada por valores y convicciones que hoy no abundan.
José Ambrosino tiene ahora 73 años y su historia no es otra cosa que una historia de amor. Amor por los pobres, amor a ese Dios en el que cree fervientemente, amor a sus hijos y, sobre todas las cosas, amor por Eva Raquel, esa mujer que perdió hace 39 años y con la que espera reencontrarse en algún momento.
Nacido en San Vicente en 1946 en una familia radical y profundamente católica, José ingresó a los 12 años al Liceo Militar General Belgrano, de Santa Fe. Y aunque le fue bien en sus estudios, nunca se sintió demasiado cómodo en ese lugar. “Se me había dado por ser buena gente, y la verdad es que mis compañeros me agarraban para la joda”, recuerda con una sonrisa.
Una mañana, un cura llegó al Liceo para hablarles a los chicos que estaban punto de recibirse sobre la existencia del Colegio Mayor Universitario: “Yo le pregunté qué era ese Colegio… Y me dijo que allí encontraría las condiciones para ser una buena persona. Lo miré a un amigo y le dije que había encontrado dónde ir”.
Así fue como José ingresó a la institución y en 1965 comenzó sus estudios de Ingeniería Química en la Universidad Nacional del Litoral.
Apenas habían pasado dos años, cuando apareció un nuevo sacerdote: el padre Atilio Rosso, un joven de apenas 37 años lleno de energía. “El cura era una máquina de obrar. Una persona irrepetible para Santa Fe”, asegura José, quien se vio cautivado por aquella personalidad.
Comenzaron a trabajar en los barrios. Educaron, acompañaron, construyeron algunas casas para los más pobres.
José militaba en la universidad dentro de los sectores de la Juventud Peronista. Hasta que en 1973 asumió como vicedecano en la Facultad. “No me eligieron tanto por mi militancia partidaria, sino porque con el padre Rosso y un grupo de profesionales en el Colegio Mayor veníamos estudiando el tema de la ciencia y la educación”, asegura.
El tiempo pasó rápido, hasta aquella madrugada del 24 de marzo de 1976, en la que un grupo de militares apareció con un nombre mal escrito.
El padre Rosso se contactó con José. Le dijo que lo estaban buscando, que su vida corría serio peligro y que abandonara cuanto antes Santa Fe.
Ambrosino se pone serio cuando habla de aquellos días: “Me tuve que ir a Buenos Aires. Hubo una diáspora. Muchos fueron retenidos y desaparecidos. Me fui a buscar trabajo y, a fin de año, conseguí un empleo como ingeniero en una empresa en un pueblo llamado Puerto Rico, provincia de Misiones”.
Allí vivió hasta 1984. Allí encontró un lugar donde estar seguro. Allí nacieron sus tres hijos. Y allí sufrió el mayor dolor que debió atravesar a lo largo de su vida, cuando en 1981 su esposa Eva, una profesora de Matemática que se desvivía por sus alumnos y por sus hijos, falleció por un cáncer irreversible.
Ella tenía 33 años y él 34: “Se me hizo un hueco existencial. Lo más duro fue decirles a mis hijos de 4, 6 y 8 años que la mamá había muerto. Pero cuando tenés una proyección religiosa, de alguna manera compartís el dolor. Algunos me dirán que es ilusión pura, que estoy gagá. Pero cuando compartís existencialmente la realidad de Cristo resucitado no te sentís solo. Les expliqué que la mamá había ido al cielo. La más chica no entendió mucho. Los otros dos empezaron a llorar. Y les dije que se quedaran tranquilos, que papá la iba a esperar hasta el momento de ir al cielo junto a ella”.
La vida de José cambió de repente. Eran sus hijos, el trabajo y la casa. Y, entonces, en 1984 decidió llamarlo al padre Rosso para contarle que andaba con ganas de abrir un Colegio Universitario en Misiones.
“¡Vos estás loco! Venite para Santa Fe, te hacés cargo de nuestro Colegio y yo me dedico a Los Sin Techo”, le respondió el cura. Y José aceptó.
La democracia daba sus primeros pasos. Y se produjo una verdadera explosión del Movimiento Los Sin Techo: “Empezamos con la construcción de casitas, con los centros de salud, de oficios. Y el Movimiento fue creciendo. Atilio estaba obsesionado con las casitas. Repetía que sin un techo, los pobres no podían vivir, estudiar, comer, sanar”.
Pasaron las décadas. En la madrugada del 23 de abril de 2010 el padre Atilio Rosso falleció en Villa Mercedes, San Luis; y hoy José Ambrosino dirige una cooperativa en Monte Vera, es director de una escuela técnica y conduce los destinos de Los Sin Techo.
La pregunta que sobrevolaba
Durante la entrevista, una pregunta sobrevolaba la conversación. Y ni siquiera hizo falta ponerla en palabras, porque el mismo José Ambrosino se encargó de hacerlo: “Vos te preguntarás por qué no rehice mi vida… Porque oportunidades tuve. Soy ingeniero, con fondos, con posibilidad de relaciones…”.
El rostro de José se transforma en ese momento. Fija la mirada. Sonríe relajado y concentrado a la vez:
“Yo digo cuando te casás, tenés que estar enamorado. ¿Y sabés lo que pasa…? Yo todavía estoy enamorado de mi esposa. Pero no se trata de una cosa melosa. Mi mujer al cáncer lo sobrellevó con mucha altura. En homenaje a ella tengo que contar que daba clases y pedía hacerlo cerca del baño porque se descomponía y volvía a dar clases. Era una mujer de tanta fortaleza y santidad, que es muy difícil que otra persona entre en ese lugar”, explica José.
Y continúa: “Sigo esperando el momento en que me reencuentre con ella. Pienso en el momento de mi muerte. Creo que va a ser un momento de mucha curiosidad, porque vos tenés curiosidad cuando te vas a encontrar con algo. Es lo que ya estoy sintiendo. Yo lo cuento con alegría porque la visión trascendente que tenemos las personas de fe nos hace un poco irresponsables con respecto al destino final”.
– ¿Tenés pensado qué le vas a decir a Raquel cuando se reencuentren?
– No sé qué le voy a decir. No le voy a decir mucho porque hablo casi todos los días con ella. Alguien puede pensar que estoy totalmente rayado. Pero el que vive la vida espiritual es así. Yo rezo, de alguna manera hablamos y tengo la gran esperanza de que nos vamos a encontrar.
Después de atravesar el umbral de la curiosidad, espero encontrarme como lo ofrecen. No sé cómo es, pero creo que la presencia de Dios no se puede pensar, ni imaginar.