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Apenas faltaban unas pocas horas para que Miguel Lifschitz abandonara por última vez el despacho que durante cuatro años había ocupado como gobernador de Santa Fe. Sucedió a principios de diciembre de 2019, cuando nadie podía imaginar que una pandemia arrasaría en poco tiempo con gran parte del planeta y se llevaría a tantas personas valiosas.
No se apresuró a responder. Se tomó el tiempo necesario para encontrar las palabras adecuadas y exactas, aunque se notaba que tenía muy claro de antemano lo que quería decir.
“Yo soy un tipo con destino de tipo común, que tuvo visión y suerte al mismo tiempo, un poco de talento, mucha voluntad y mucha pasión para asumir roles de protagonismo en la política.
Nunca me imaginé llegar a ser intendente, hasta que en un momento me di cuenta de que podía ser intendente. Y trabajé para ser intendente.
Y después de ser intendente dos veces de Rosario, me di cuenta de que podía ser gobernador y que eso era importante. No para mi proyecto personal en lo político, sino porque podía ayudar a darle una nueva impronta a la gestión del Frente Progresista. Y de hecho creo que lo logramos.
Soy un tipo con destino común, que terminó teniendo un destino de hombre poco común. Si miro la historia de Santa Fe, son contados con los dedos de las manos los que en el último siglo han llegado a ser gobernadores”.
Un político creíble
A simple vista, el hombre que acaba de irse no parecía ser un gran estadista. Jamás fue un orador dotado, ni mostró gestos altisonantes. Sin embargo, tenía algo que pocos políticos tienen: la gente le creía. Incluso, aquellos que no estaban dispuestos a votar por él. Cuando Lifschitz hablaba, se lo tomaba en serio.
Los resultados de cada una de las elecciones en que decidió participar son un reflejo irrefutable de esta realidad.
Quienes compartieron con Miguel Lifschitz la gestión y la política aseguran que era un animal de trabajo. No es casual que a la hora de definirse utilizara palabras como pasión y voluntad. Estaba en todo. Sólo él, y nadie más que él diseñaba su agenda. Y así se convirtió en el primer y único gobernador de Santa Fe que estuvo presente en cada una de las ciudades y pueblos del interior. Incluso en los más recónditos. Y se orgullecía de haberlo logrado.
A veces no resultaba sencillo interpretar qué estaba pensando. Pero siempre demostró ser un hombre paciente. De los que evitan los atajos y se sienten más cómodos elaborando estrategias para avanzar paso a paso hacia sus objetivos.
Cuando terminó su gestión reconoció que le había quedado una cuenta pendiente: la reforma de la Constitución de Santa Fe. Pero rápidamente advertía que no lo había logrado porque, por momentos, no eligió las estrategias más adecuadas. No es fácil que un político sea autocrítico. Pero al hablar de este tema, Lifschitz lo era.
– ¿De qué habla cuando no habla de política?, le pregunté en la misma entrevista.
La verdad es que le costó encontrar una respuesta, ya que la política fue todo o casi todo en su vida.
De hecho, tanto dentro como fuera de su espacio reconocen que el hombre que acaba de irse era el político con mayor intención de votos en la provincia de Santa Fe. Incluso, a pesar de que el Frente Progresista perdiera las elecciones a gobernador en 2019 y de que su gestión en materia de seguridad fuera duramente criticada.
Desde el día que se fue de la Casa Gris, trabajó para volver a conducir los destinos de la provincia. Nunca permitió que sus equipos técnicos se desarticularan. Sus allegados más cercanos repetían día a día: “Miguel volverá a ser gobernador”, porque estaban realmente convencidos de lo que decían.
Tanto fue así, que incluso desde el peronismo existía esa sensación de que Lifschitz seguía actuando como un gobernador en estado de latencia.
Jamás se sabrá si esos objetivos políticos en la provincia de Santa Fe se hubiesen cumplido. No sólo porque la política es impredecible, sino porque un enemigo inesperado terminó ganándole la batalla más difícil de todas.
Miguel Lifschitz se entusiasmó en 2019 con la posibilidad de convertirse en el articulador de un espacio progresista que diera pelea a nivel nacional. Pero la maldita grieta y ciertos egoísmos de encumbrados dirigentes coartaron esta posibilidad.
Lifschitz deja un insondable espacio vacío en la política santafesina. Sobre todo, en una oposición que a partir de ahora deberá demostrar que está a la altura de las circunstancias ante la desaparición de un líder innegable. La responsabilidad para los que vienen es enorme.
Para que una democracia funcione, no sólo deben existir buenos gobiernos. También resulta imprescindible una oposición madura y confiable, que establezca límites, que controle y genere un contexto de alternancias.
Una última pregunta de aquella entrevista de diciembre de 2019.
– ¿Qué le diría a los más jóvenes de su espacio político?
“Les diría que no sigan haciendo las cosas como se venían haciendo. Hay que animarse a hacer cosas distintas. No quiere decir que hay que cambiar todo porque hay cosas que sirven, pero estamos frente a un cambio extraordinario de la sociedad en el mundo, en la Argentina, que la política no los interpreta. Probablemente los jóvenes estén mucho mejor preparados que nosotros para entenderlo y para encontrar nuevas herramientas de vínculos con la sociedad.
Por eso les propondría que sean muy innovadores, que rompan moldes, que no se ajusten a las cosas establecidas, que sean transgresores dentro de ciertos límites porque la política es el arte de lo posible.
Que establezcan siempre un vínculo con la sociedad. Cuando la política rompe el vínculo se aísla. Cuando la política se termina resolviendo en reuniones de cúpulas, en espacios cerrados, inevitablemente termina mal”.
Se fue un hombre que todavía tenía mucho para dar. Cuando Lifschitz pronunció aquellas palabras, nadie podía imaginar lo que vendría. Pero sucedió. Y es ahora el momento en que deberán surgir nuevos liderazgos sobre la base del trabajo y la responsabilidad colectiva.
Miguel Lifschitz parecía un tipo común. Jamás fue un gran orador, ni mostró gestos altisonantes. Sin embargo, tenía algo que pocos políticos tienen: la gente le creía. Incluso, aquellos que no estaban dispuestos a votar por él.