El voto popular no brinda derechos absolutos, ni habilita al victorioso a ir “por todo”. Si así fuera, quienes resultan derrotados en una elección, no tendrían derecho a nada. Y quienes votaron por el candidato perdedor, tampoco. Unos y otros estarían condenados a ser meros espectadores de los designios de quien detenta el poder.
Sin embargo, no todos comprenden este principio. Por momentos, para la lógica del kirchnerismo duro, el 54{e84dbf34bf94b527a2b9d4f4b2386b0b1ec6773608311b4886e2c3656cb6cc8c} de los sufragios obtenidos en la reelección de la presidente Cristina Fernández en octubre de 2011 parece actuar como un cheque en blanco.
Poco importa que el deseo del poderoso de turno choque contra las leyes de la República. Si así sucediera, existe un atajo a mano: toda norma que no coincida su voluntad, simplemente es factible de ser modificada. En definitiva, ésas son las ventajas de haber obtenido la mayoría de las bancas en ambas Cámaras del Congreso de la Nación.
Y si la oposición o quienes votaron por ella no están de acuerdo con estos métodos, pues tendrán que conformarse con aguardar a las nuevas elecciones para intentar alguna transformación en el escenario político: “Si no les gusta, que armen una lista y se presenten como candidatos”, suele ser la frase que repica como muletilla.
Las instituciones republicanas tampoco pueden convertirse en un obstáculo. Ni siquiera la Justicia.
Si obtener la mayoría de los votos da derecho a todo, sólo pueden prevalecer las intenciones del más votado. Los jueces, entonces, no tienen poder, ni derechos. Aunque integren la Suprema Corte de Justicia de la Nación y a pesar de lo que diga la Constitución Nacional.
En este contexto y con la misma lógica, el kirchnerismo arremete en su decisión de aprobar cuanto antes un paquete de leyes presentado bajo el rótulo de “Democratización de la Justicia” que, entre otros movimientos, apunta a generar un sistema de elección popular de los miembros del Consejo de la Magistratura de la Nación.
A partir de la sanción de estas leyes, los distintos partidos políticos presentarán candidatos a consejeros de la Magistratura, así como presentan candidatos a presidente, gobernador, intendente, diputados, senadores o concejales.
El partido que gane las elecciones, entonces, tendrá la posibilidad de controlar al Consejo. Y a partir de ese momento, contará con la llave necesaria para elegir jueces que respondan a los intereses de dicho sector político o remover a magistrados poco obedientes. Sus cualidades, su formación, sus antecedentes y sus capacidades, pasarán a un segundo plano.
Si sólo el voto popular otorga derechos, quien obtiene la mayoría de los sufragios tiene derecho a todo. Incluso, está en condiciones de elegir al juez que, en el futuro, puede encontrarse frente a la encrucijada de juzgar la conducta de los dirigentes políticos del mismo partido al que representa.
¿Qué hará entonces ese magistrado?
¿Se excusará de investigar al funcionario, por pertenecer al mismo sector político?
¿De qué manera un juez que responda al partido de gobierno -cualquiera sea el signo político- podrá defender al ciudadano común frente a los posibles abusos cometidos desde el poder?
Al juez le compete la función de controlar al poderoso. Pero si el poderoso cuenta con la posibilidad de elegir o destituir al encargado de ejercer ese control, las atribuciones de la Justicia se convierten literalmente en una entelequia.
Resulta indispensable que la ciudadanía tome conciencia a tiempo de la gravedad del problema. Y para que ello suceda, la oposición tiene una responsabilidad clave. En caso de que se produzca este grosero avance de la política sobre el Poder Judicial, el futuro del país y de la República, se presentará verdaderamente oscuro.