Nacieron con solo un año de diferencia: Cristina y Néstor, pero en la familia siguen siendo “Pipi y Titón”. Vivieron siempre juntos, nombrados de a dos permanecen encadenados a ese final que ninguno de nosotros, los que quedamos en la familia, ni nuestros padres ni nuestra hermana Lisy ni yo conseguimos siquiera imaginar.
Nunca mencionamos los detalles del calvario. Por pudor o cobardía, no lo sé. Tal vez por esa ingenuidad amorosa de creer que protegemos a los que amamos con solo evitarles la mención de lo que lastima, o porque la verdadera intimidad es el dolor, lo cierto es que nunca hablamos de lo que no vimos ni nunca nadie nos contó: sus muertes. Por eso, viven en la vida que dejaron. Es lo que tenemos.
Una ausencia de ya 35 años que disipó la espera y los congeló en los veinte años, la edad que tenían cuando fueron secuestrados.
Al inicio buscaba entre la multitud la camisa a cuadros con la que a ti, Pipi, te llevaron. Hoy, a la evocación familiar se agregan los recuerdos de aquellos que fueron tus compañeros de estudios o juegos que ya sin miedo nos acercan anécdotas y fotografías. He llegado a recibir las declaraciones de amor tardías de los que te amaron en silencio.
Bella y frágil Pipi que naciste signada por el dolor físico. Esa infección de cadera que atrasó tus primeros pasos y te mantuvo inmóvil en la sillita en la que te veo con un vestido claro. Esa ropa primorosa, salida de las manos habilidosas de nuestra madre que nos vestía a las tres hermanas iguales, Lisy, vos y yo. Ella fue a la Plaza pero se negó a entrar en el Palacio porque siguió fiel al principio de no partidizar los organismos de Derechos Humanos desde que unió su dolor a otras madres para hacer más fuerte el reclamo.
¿Cómo no sentir congoja, Titón, al verte con tus ojos claros y el pelo engominado para sujetar la melena enrulada que reemplazó tu pelo lacio y rubio de la infancia? Fuiste el esperado hijo hombre, el que llegó último para atenuar la preocupación de nuestro padre de que el apellido se terminaba.
Eras rebelde y apasionado. Un leonino típico, nacido el mismo día que Fidel Castro. De niño protegías a los más débiles y de joven adoptaste un mameluco de operario. Evocamos tus travesuras, el paso por los “boy scouts”, tu integración al equipo cordobés de vóley o el precio que pagaste por denunciar a un profesor de gimnasia que manoteaba y seducía a tus compañeras en los campamentos escolares del Normal Garzón Agulla. Me tocó a mí defenderte pero el colegio salvó “el honor” del profesor acosador y a vos te expulsaron.
Yo guardé como culposa intimidad la madrugada que me acompañaste al velatorio clandestino de un amigo-vecino al que habían matado en “un enfrentamiento” y tu yugular parecía estallar. Fue nuestro primer muerto.
El “flaco” integraba el grupo de adolescentes que habíamos estrenado rebeldía y solidaridad en torno a la Sagrada Familia del barrio Pueyrredón. Contrariados por el Día del Niño comercial organizamos una chocolatada para unos dos mil chicos de las villas cordobesas para lo que movilizamos a toda la ciudad y recibimos la ayuda de empresas y artistas populares. Pusimos a nuestras madres a amasar pastas frolas y empanadas. Fue una fiesta de solidaridad. Corrían los finales del sesenta y la militancia, entonces, era una fiesta inocente sin riesgos.
En el medio me casé y me fui a viajar a dedo por Chile y Perú. Al regreso muchos de aquellos amigos ya vivían clandestinos. Y ustedes ya se habían convertido en dos universitarios. Titón, en Agronomía y vos Pipi, en Asistencia Social y Ciencias de la Información que yo había inaugurado años antes. Eras fina, con tus cabellos largos, tu forma silenciosa de ser, con la habilidad de coser tu propia ropa o hacer tus sandalias de plataforma.
Adorabas a tus sobrinos.
Estrenabas la Universidad y los amores con un dirigente estudiantil que te antecedió en la muerte. Sin embargo, su padre lo reconoció en la morgue y jamás le dijo a su mujer que el hijo había muerto. Con el advenimiento de la democracia, la mujer lo buscó como si estuviera desaparecido.
Como en un ensayo general, Córdoba anticipó el terror que sobrevino después. Perón había ordenado la intervención del gobierno constitucional de Obregón Cano, más a la izquierda y menos alineado al verticalismo peronista, con una frase antipática como reveladora: “Que los cordobeses se cocinen en su propia salsa”. Y nos cocinamos en la tóxica salsa de las persecuciones, las desconfianzas, el terror y las muertes.
Ese clima me hizo dejar Córdoba en las vísperas del golpe militar del 76 y me instalé en Buenos Aires, donde poco sabía de ustedes, hasta ese encuentro fortuito, inesperado, en una ciudad habitada por millones de habitantes cuyas calles había comenzado a recorrer, con desazón y soledad.
En la media tarde de un día cualquiera, después de dejar una nota en la revista Siete Días caminé por el Bajo. Al pasar frente al Bárbaro, un café emblemático que no tenía el hábito de frecuentar a las tres de la tarde, sentí un fuerte impulso como si una mano me arrastrara hacia el interior. Me senté en la barra, pedí un café y cuando giré la cabeza, los vi, casi escondidos en una de las mesas. Titón, la Colorada y vos, mi querida Pipi, acurrucada y triste. Luego supe que habían huido de Córdoba porque habían matado a Luisito, el dirigente estudiantil que era tu compañero.
Pasamos a vernos los fines de semana en el Parque Lezama. Conseguí, Pipi, que vinieras a vivir conmigo, te conseguí un trabajo. No se cuánto pasó. Nunca pude dimensionar ese tiempo vivido con tanto miedo. Sólo sé que un día anunciaste que a pedido de Titón, te ibas a vivir con su pareja, “la Colorada”.
El 18 de septiembre de 1977 la primavera se insinuaba vital, peligrosa. Ese día llevaste a tu sobrino a la plaza. Al final de la tarde, en cuanto yo bañaba a mi hijo, en una casa de puertas abiertas, entró un grupo de hombres, ocupó el departamento.
Llevaban armas, preguntaban por un nombre que yo no reconocí.
Me llevaron a la cocina, donde encontraron una caja como una encomienda, donde dentro de un paquete de arroz había un arma y un polvo como harina que dijeron ser explosivo. Nunca sabré si lo habían guardado en casa sin decírmelo o si, como hacían, lo habían “plantado” como prueba mentirosa para justificar el secuestro. Ahora poco importa, el sacrificio y la muerte los exculpó. La imagen que más se resiste, la que más me cuesta evocar es tu resistencia, Pipi, a ser metida en el ascensor y tu desgarrado grito pidiendo ayuda.
Titón, habías salido antes para encontrarte con “la Colorada” en la confitería El Molino. Hace muy poco, pude, de manera fortuita, reconstruir tu secuestro. A partir de aquel domingo pasaron a ser “Néstor y Cristina, los dos hermanos Morandini, presos desaparecidos el 18 de setiembre de 1977”. Tal como aparecieron cada año en los “recordatorios” de Página 12, el diario que prestó sus páginas para hacer público lo que deliberadamente se buscó esconder.
Cada uno de los familiares pudimos escribir una especie de epitafio para nuestros desaparecidos, esos muertos sin tumbas ni cruces. “La mami” se encargaba de la fotografía y yo escribía el texto. Pero aun cuando mi profesión es la escritura, cada año me confrontaba con una inquietud: ¿qué escribir?
¿Un testimonio personal de la ausencia de Néstor y Cristina en la mesa familiar? ¿O una expresión política, histórica, ya que en Néstor y Cristina se expresaba, también, la gran tragedia colectiva de un Estado que impuso el terror, la mentira y la clandestinidad? Y dejó un país partido rezagado, intoxicado con el veneno más peligroso, la desconfianza.
El año que vi a nuestra madre lagrimear frente al televisor por la coincidencia de sus nombres Néstor y Cristina con la pareja presidencial, no dudé. Escribí: “Que la coincidencia de los nombres haga que honren a sus compañeros”. A la mañana siguiente el mismo presidente Néstor Kirchner llamó a nuestra casa en Córdoba. Mi madre agradeció el llamado y le recordó que sus hijos aspiraban una sociedad más justa. Kirchner respondió: “No dude que así será”.
Tal vez porque le debo al periodismo haber desmitificado la liturgia del poder, las alfombras rojas y las falsas reverencias, el llamado no me sorprendió, pero tampoco nos envaneció. Fui respetuosa con la coincidencia, pero nunca dejé de manifestar lo que nos separa. No creo en la derrotada idea de que un fin noble justifica medios antidemocráticos.
Menos aún la concepción setentista que antepone el poder a la libertad. Hay dos formas de honrar a los que no están. O se imita y repite de manera irresponsable la política de enfrentamiento que antecedió la tragedia, sin autocrítica a ese tiempo en el que un muerto se vengaba con otro cadáver en una espiral de violencia de la que ya no pudimos salir hasta llegar a ese paroxismo de la represión mayor, la del Estado. O buscamos aprender de esa tragedia y construimos lo que nunca tuvimos, normalidad democrática.
“Pipi y Titón”, vivo sus muertes como una inmolación. El sacrificio colectivo de una generación que murió para que los argentinos vivificáramos lo que era ajeno a nuestra odiosa tradición autoritaria, la democracia.
Y ahora que sus nombres, Néstor y Cristina, se leen en las placas de las aulas que ustedes frecuentaron, bautizaron hasta una biblioteca popular, unas baldosas alusivas recuerdan el lugar de donde se los llevaron, no faltan los que me insultan por oponerme al gobierno de los Kirchner.
Sin embargo, no me ofenden porque no dudo que ustedes harían lo mismo que yo. Tal como sucedió la última vez que nos reunimos como familia en Mar Del Plata. Yo era muy crítica de la decisión de los Montoneros de pasar a la clandestinidad en democracia. Discutimos fuerte, sobretodo con “el compañero” que también estaba en la casa para quien yo era la “pequeñoburguesa” que había “traicionado” la causa y en un momento de la pelea verbal levantó su puño para pegarme.
“Eso es lo que quieren hacer con la sociedad, imponer sus ideas a los golpes”, le grité ante el dolor de nuestros padres.
Tomé mis cosas y regresé a Buenos Aires. Cuando volvimos a vernos, no mencionamos el episodio pero dejamos de hablar de política. Cuando ustedes ya no estaban, “la mami” me contó que nuestro padre te interrogó: ¿Titón, que hubieras hecho si “el gringo” le pegaba a tu hermana? Defendía a Norma, me contaron que respondiste.
Y esa es mi obsesión, mis queridos hermanos, defenderlos de los que de manera oportunista buscan apropiarse de sus sacrificios, sin saber que ustedes, Néstor y Cristina, mis dos hermanos presos desaparecidos, murieron, como tantos otros, para que los argentinos aprendiéramos a vivir en libertad, sin tutelas ni autoritarismo.
Norma Morandini es periodista y senadora nacional por Córdoba (AFC). Autora del libro "De la culpa al perdón" (Sudamericana)
Estos textos fueron publicados en la sección "Mundos íntimos" de Clarín, durante 2012.