A la hora de comunicarse con la sociedad, Cristina Fernández evita los intermediarios. Es ella, de manera personal, la exclusiva transmisora del mensaje. Para la primera mandataria, los interlocutores son sinónimo de interferencia.
Y como presidente de la Nación, cuenta con la herramienta perfecta para lograr su cometido: el uso permanente de la cadena nacional no sólo le evita la incómoda existencia de intermediarios, sino que además garantiza su presencia en todos los canales de televisión y en cada una de las estaciones de radio del país.
Estos medios están obligados a transmitir la cadena nacional. Si alguno decidiera no cumplir con esta disposición, puede enfrentar penalidades que van desde multas, suspensión de publicidad y hasta retiro de la licencia de transmisión por parte del Estado.
Es verdad que, sin intermediarios y por cadena nacional, la presidente está en inmejorables condiciones de comunicar de manera directa lo que ella considera necesario que la población sepa.
Sin embargo, la política comunicativa que hoy se impone desde el gobierno central merece un análisis más profundo, tanto desde el punto de vista legal, como desde una mirada republicana.
Como primera medida, habrá que advertir que el abuso de la cadena nacional representa una violación a la ley de Medios. La presidente utiliza esta herramienta con desconcertante frecuencia y con fines tan triviales como, por ejemplo, retar en público a un gobernador o reinagurar Tecnópolis.
Según el artículo 75 de la ley, ‘el Poder Ejecutivo nacional y los poderes ejecutivos provinciales podrán, en situaciones graves, excepcionales o de trascendencia institucional, disponer la integración de la cadena de radiodifusión nacional o provincial, según el caso, que será obligatoria para todos los licenciatarios‘.
Queda claro que la pelea entre el cristinismo y Scioli o la reinaguración de una feria de ciencia y tecnología, no representan ninguna situación de gravedad y trascendencia institucional.
Pero éste no es el más grave de los inconvenientes.
Por lo general, todo gobernante prefiere controlar la agenda de discusión pública, evitando el “riesgoso” intercambio de información con periodistas que pueden realizar preguntas incómodas al poder. Sin embargo, el gobierno argentino llevó esta lógica a nuevos límites, desechando cualquier posibilidad de que sus funcionarios accedan a participar de conferencias de prensa.
Los últimos y más recordados ejemplos en este sentido fueron protagonizados por el vicepresidente Amado Boudou, y por el exsecretario de Transporte de la Nación, Juan Pablo Schiavi. El primero convocó a los periodistas para hablar sobre las sospechas de corrupción que pesan en su contra. El segundo, para dar su versión acerca de la tragedia ferroviaria que a principios de año costara 51 vidas. Sin embargo, ninguno aceptó ser interrogado. Sólo dijeron lo que querían decir. Apenas pronunciaron sus discursos -que por momentos sonaron a sermones-, en los que las preguntas estuvieron literalmente prohibidas.
Levantando la mirada
En la Argentina actual, plantear estos temas acarrea más costos que beneficios.
Para algunos, se trata apenas de un debate irrelevante, casi naif.
Para otros, cualquiera que se atreva a reclamar la posibilidad de hacer preguntas al poder, esconde malas intenciones e inmediatamente es rotulado como opositor del gobierno de turno.
La descalificación y la simplificación suelen ser armas efectivas para evitar el debate profundo. En una sociedad “binaria”; quien no está en todo de acuerdo, estará irremediablemente en desacuerdo con todo. Por lo tanto, su posición queda automáticamente descalificada.
Frente a esta situación, siempre es saludable levantar la mirada. Salir del círculo a veces asfixiante que plantea lo cotidiano y analizar qué sucede más allá del horizonte cercano.
Alcanza con cruzar la frontera para encontrar un claro ejemplo de que otra lógica es posible. En Brasil, se aprobó una ley de acceso a la información y la presidente Dilma Roussef firmó recientemente la Alianza para el Gobierno Abierto, una iniciativa internacional tendiente a generar un compromiso multilateral que promueva gobiernos más transparentes, efectivos y que rindan cuentas de sus actos.
Otros países cuentan con sistemas especialmente diseñados para que sus funcionarios intercambien información con los periodistas. En el libro “Conferencias de prensa en la Argentina”, editado por la Fundación Konrad Adenauer, se describen algunas de estas experiencias.
Una de ellas funciona en Estados Unidos, donde existe desde hace aproximadamente cien años el The National Press Club (Club Nacional de Prensa), con sede en Washington. Entre otras actividades, organiza entrevistas y conferencias de las que han participado todos los presidentes norteamericanos, así como legisladores, ministros, diplomáticos extranjeros y hasta grandes empresarios.
En Australia, una iniciativa similar funciona desde la década del sesenta. Se trata del The National Press Club, donde semanalmente se presentan primeros ministros, jefes de Estado, líderes políticos, diplomáticos o religiosos, para intercambiar información sobre temas de interés y actualidad.
Tal vez la experiencia más interesante sea la de Alemania. En 1949, un grupo de periodistas coincidió en la necesidad de pensar un mecanismo que evitara la manipulación informativa de los gobiernos. Entonces, crearon la “Conferencia Federal de Prensa” (Bundespressekonferenz).
Esta organización de periodistas organiza y convoca conferencias de prensa, invitando a los principales referentes políticos del país. No se trata de conferencias de prensa gubernamentales. Por el contrario, el Estado no tiene injerencia alguna en ninguno de los aspectos organizativos, de contenidos, financieros, personales, ni de otra índole. En otras palabras, los funcionarios políticos se adaptan a reglas de juego de intercambio informativo que ellos no fijan.
Es cierto que Argentina no es Alemania; que los gobernantes argentinos no son los gobernantes alemanes; que los periodistas y medios argentinos no son los periodistas y medios alemanes.
Plantear la posibilidad de replicar en el país los modelos que funcionan en otros lugares del mundo puede sonar a utopía.
Sin embargo, resulta realmente preocupante que en la Argentina impere la sensación de que ya no tiene demasiado sentido discutir sobre estos temas o de plantearlos como objetivos que merecen ser buscados.
Cuando se pierde el horizonte, todos los caminos se tornan intrincados. Y en ese contexto, una sociedad está condenada a repetir errores, a caminar en círculo o, simplemente, a deambular si rumbo.