Hace exactamente un año, Néstor Kirchner se encontró frente a frente con un enemigo que no pudo vencer. Había hecho de la tensión permanente un estilo de vida, a tal punto que su existencia se pareció demasiado a un continuo combate. Sin descanso, terminaba con un contrincante y ya pensaba en el siguiente. Poco importaba cuál había sido el resultado de la batalla previa. Sólo miraba hacia adelante, avanzaba, avasallaba. Creía poder con todo. Y así vivió hasta que su cuerpo dijo basta.
Tal vez resulte aventurado asegurarlo, pero queda la sensación de que fue exactamente el estilo de hombre que la Argentina necesitaba allá por 2002 y 2003, luego de haber atravesado el momento más crítico de su historia moderna. Un país que debía reconstruirse desde sus cimientos, requería de una personalidad como la de Néstor. Ése era su momento. No eran tiempos de dudas, ni de vacilaciones. Y Néstor no vacilaba.
Es que el éxito o el fracaso de un hombre no dependen sólo de sus defectos y virtudes, de sus aciertos y sus equivocaciones; sino del contexto en el que le toca desplegar sus potencialidades. Y el contexto de una crisis terminal era un ámbito propicio para Kirchner.
Nunca tuvo puntos intermedios. Acertaba de manera rotunda, o se equivocaba de forma desastrosa y rápidamente trataba de recomponer su postura. Pedir perdón nunca pareció ser una de sus virtudes.
Néstor se movía siempre en los extremos. Por momentos, era un personaje simpático. Pero en otros actuaba con despotismo. En ocasiones se mostraba valiente, pero en otras esa valentía se transformaba en irresponsabilidad. Néstor solía confundir amistad, con obediencia. Tanto fue así, que algunos de sus más cercanos colaboradores se convirtieron para él en enemigos de la noche a la mañana. Podía ser desconfiado o amable con la misma naturalidad. Siempre ambicioso y decidido.
Las formas nunca lo preocuparon demasiado o, mejor dicho, siempre le molestaron. Lo importante, para él, fue siempre el objetivo; su objetivo. Por eso odiaba las formalidades y la institucionalidad. Cuando el Congreso resultaba útil a sus intereses, lo tenía presente. Cuando podía transformarse en un escollo, simplemente lo ignoraba.
Se sacó de encima la Corte menemista y permitió que se conformara una Corte respetable, pero cuando se veía en problemas no dudaba en utilizar para su conveniencia a jueces adictos o con pasado reprochable.
Siempre tuvo en claro que su forma de hacer política requería de espalda económica. Otra vez, no importaba cómo lograrlo. Si para reunir fondos era necesario corromperse o aceptar la corrupción ajena, lo hacía. El fin, para Néstor, siempre justificó los medios.
El poder siempre pareció obsesionarlo, pero no fue su única obsesión. La otra fue qué se decía de él y de la forma en que administraba ese poder. Por eso, las críticas le parecían inaceptables, intolerables. Había que convencer a la mayoría de que él tenía razón. A quienes se atrevieron a contradecirlo los llevó al terreno que mejor manejaba, el de la confrontación directa, el del choque cara a cara. Y en ese escenario, era muy difícil doblegarlo. Era su juego y sabía cómo reinventarse luego de cada cimbronazo.
En muchos aspectos, la Argentina de hoy es muy distinta a la Argentina previa a Néstor: la política volvió a ocupar un lugar importante, muchas máscaras se cayeron, atrás quedó la sumisión eterna a los designios del extranjero, la economía crece a pesar de los actuales nubarrones y el Estado asumió un protagonismo que había perdido.
Sin embargo, en otros aspectos la Argentina de hoy se parece demasiado a la Argentina previa a Néstor: la corrupción se tolera como un mal necesario, los problemas se niegan, las instituciones republicanas poco importan y el culto a la personalidad del poderoso se torna por momentos irrespirable.
Néstor vivía a todo o nada. Tal vez por eso, para muchos fue una suerte de ser inmaculado con el que el país resultó bendecido y, para otros, representó la suma de todos los males de la Argentina. En realidad, no fue lo uno, ni lo otro. Pero su estilo hizo que las lecturas equilibradas y ecuánimes sufrieran un profundo desprestigio, al punto de tornarse para muchos inaceptables.
Es probable que la personalidad y el estilo de Néstor hayan sido lo que Argentina necesitaba para salir de la agonía de 2002 y 2003.
Sin embargo, por fortuna la realidad del país cambió. Y en este nuevo contexto, ya no se necesita del todo o nada.
Cristina Fernández tiene por delante el desafío de demostrar que es posible adaptar el kirchnerismo a estos nuevos tiempos.