Un pibe de 15 años en estado de coma alcohólico frente a un boliche bailable. Un muerto por aparente consumo de sustancias prohibidas en otro local nocturno. Los dos escenarios están separados apenas por unas pocas cuadras en la zona de la Recoleta santafesina. Los dos casos se produjeron casi a la misma hora, aunque ésta es apenas una de las tantas coincidencias que en general se reiteran en los sitios que los adolescentes eligen para divertirse cada fin de semana.
Los boliches y las calles son escenarios en los que se manifiestan problemas culturales y sociales, que van mucho más allá de horarios, días o nombres propios.
La Municipalidad reaccionó con firmeza y declaró a la noche de la ciudad “en emergencia”. Solicitó al Concejo Deliberante la autorización para implementar de forma urgente una serie de medidas, mientras continúan analizándose cambios de fondo en la legislación. Pero los problemas van mucho más allá de horarios, días o nombres propios.
En países organizados, donde las leyes se cumplen y la autoridad ejerce un verdadero control, a pocos se les ocurría infringir las normas de manera tan flagrante como ocurre en Santa Fe y en la Argentina toda. A pocos se les ocurriría vender bebidas alcohólicas a menores de edad o dejarlos ingresar a locales sólo autorizados para mayores de 18 años.
Lo que está quebrado desde hace mucho tiempo en este país es el principio de autoridad bien entendido. Cada vez que se proponen cambios en la organización de la noche santafesina, muchos de los propietarios de los locales nocturnos los rechazan. Los mismos que permiten el ingreso de menores a los boliches y les venden alcohol, ponen trabas a cualquier intento por cambiar esta situación porque, seguramente, les resulta más redituable que todo siga como hasta ahora.
Pero no es éste el único síntoma de quiebre del principio de autoridad. Pocos confían en la policía o en los agentes municipales. Da la sensación de que la posibilidad de “arreglar” está siempre latente y algunos se preguntan quién controla a los encargados de controlar. Entonces, la cadena es interminable y deriva inevitablemente en una degradación social creciente.
En una sociedad en la que el encargado del control necesita ser controlado, cualquiera puede sentirse con derecho a violar las normas. No importa lo que éstas digan. El problema es que no existe autoridad capaz de hacerlas cumplir.
Pero limitar en el Estado o en los empresarios la responsabilidad de tanto descontrol sería desconocer que el problema tiene raíces más profundas y que surgen en el seno de numerosas familias.
¿Dónde están los padres de los chicos de 13, 14 ó 15 años que deambulan borrachos por la ciudad cada mañana de los fines de semana?, ¿qué hicieron o hacen ellos para impedir que sus hijos se vean expuestos a semejantes peligros?
El principio de autoridad bien entendida está quebrado, no importa el escenario. Poco importa que sea de noche o de día. Los jóvenes o adolescentes no son los detonantes del problema.
Los adultos que deberían contenerlos tampoco se muestran dispuestos a acatar normas y convivir en una sociedad organizada. Y así, será muy difícil frenar la caída