Un país, dos realidades

El crecimiento genera nuevos desafíos. Cuando los indicadores sociales y económicos básicos de cualquier sociedad mejoran, comienzan a quedar al descubierto otros retos, hasta entonces velados por la necesidad de hacer hincapié en las prioridades impostergables que toda emergencia impone.
Hace tiempo que la economía argentina dejó atrás la crisis aguda que la llevó a padecer índices de desocupación que superaron el 20 por ciento de la población activa. El Producto Bruto Interno creció el 67 por ciento entre 2004 y 2011, y el desempleo se desplomó a menos del 8 por ciento.
Sin embargo, y a pesar de todo, surgen señales de alerta que deberían movilizar al gobierno nacional a tomar decisiones de fondo, asumiendo los problemas vigentes, pensando en el largo plazo y adelantándose a los sacudones que cíclicamente sufre la economía.
Un reciente estudio realizado por la Universidad Católica Argentina indica que, desde 2004, se generaron 720.000 nuevos empleos registrados para habitantes de entre 25 y 60 años con la secundaria completa, y otros 915.000 para argentinos con estudios que superan el nivel secundario. Sin embargo, el mismo informe revela que el número de personas sin secundario completo que hoy gozan de un empleo formal se redujo en 98.000 casos.
El dato es alarmante y refleja con toda crudeza cómo, a pesar del crecimiento de la macroeconomía, la sociedad argentina se encuentra absolutamente partida en dos. Por un lado, aquellos con educación suficiente como para acceder a un puesto de trabajo digno, registrado y atado a las negociaciones paritarias que año tras a año vienen acompañando -e incluso superando- los niveles inflacionarios reales. Por el otro, los menos educados, que no trabajan o que, si lo hacen, subsisten gracias a tareas informales, luchando contra una inflación que carcome día a día sus niveles de ingreso.
El problema es de tal magnitud, que se calcula que estas franjas de “menos educados” abarcan al 43 por ciento de los trabajadores.
Los sectores más vulnerables reciben la contención del Estado gracias a planes asistenciales o a la Asignación Universal por Hijo. Sin embargo, no se observa que esta ayuda -imprescindible, por cierto- esté acompañada por programas de formación tendientes a sacar millones de argentinos de la situación en la que están sumergidos.
Si bien el mecanismo de la Asignación Universal obliga a los hijos de los beneficiarios a concurrir a la escuela, sus padres parecen estar condenados al desempleo. En algunos casos, los intentos individuales por salir de esa realidad terminan chocando contra la falta de capacitación. En otros, la impotencia los lleva a abandonar cualquier tentativa por escapar del asistencialismo y terminan acostumbrándose a vivir de la ayuda estatal.
El problema representa un enorme desafío para las políticas sociales. Es verdad que el flagelo no puede ser atribuido exclusivamente a este gobierno. Sin embargo, mientras no se encaren medidas de fondo, el drama continuará profundizándose y serán cada vez los habitantes sumergidos en situaciones de las que no habrá retorno.