Los intentos de justicia por mano propia no son un fenómeno nuevo. De hecho, antes de que el sábado 22 de marzo se produjera el linchamiento de David Moreyra en la ciudad de Rosario, seguramente ocurrieron otros casos. Quizá no fueron tan graves y, por eso, no alcanzaron tanta repercusión pública. Tal vez, se dieron en momentos de menor tensión y ruptura social.
Pero lo cierto es que la muerte de este ladrón de carteras, de apenas 18 años, puso el tema en el centro del debate y que, indefectiblemente, contribuyó a generar un efecto de imitación colectiva que no sólo se observa en las grandes ciudades, sino también el poblaciones pequeñas como, por ejemplo, la vecina Recreo.
Allí, cerca de un centenar de personas atacó la vivienda donde vivía una familia supuestamente vinculada con la venta de drogas. Desde el interior de la casa se efectuaron varios disparos de armas de fuego, que alcanzaron a herir a dos de los vecinos encolerizados.
Es probable que algunos medios de comunicación estén contribuyendo a profundizar la problemática, a partir de una repetición casi frenética de estas noticias. Sin embargo, el peso de la realidad es lo suficientemente contundente como para aventar teorías conspirativas.
Si el miedo, la impotencia, el pérdida de la figura de autoridad, la desconfianza y la inseguridad no existieran, difícilmente los medios podrían instalar el tema.
La sociedad argentina está quebrada. De un lado, quienes se encuentran absolutamente marginados y sienten que el delito es el único camino posible. Del otro, amplios sectores que viven con una angustiante sensación de que, en cualquier momento, se convertirán en víctimas de los delincuentes. Unos y otros se miran con desconfianza y recelo, sabiendo que, probablemente, el destino los pondrá frente a frente de manera trágica.
Se pueden elucubrar cuantiosas teorías sobre por qué la Argentina llegó a este punto de quiebre. Sin embargo, el problema requiere medidas urgente que contribuyan, al menos, a oxigenar un clima que por momentos se torna irrespirable: ninguna sociedad está en condiciones de convivir mientras sus integrantes temen encontrarse con un potencial enemigo en cada esquina.
El problema de fondo es que nadie parece hacerse cargo de la situación. Para el sector político, el problema radica en el accionar de jueces ineficientes y corruptos. Para la Justicia, en cambio, fueron los políticos quienes generaron este cóctel explosivo que hoy se les está yendo de las manos.
Lo cierto es que existen responsabilidades compartidas. Nadie puede alegar ignorancia en este sentido, pues el proceso de descomposición social no se inició ayer. Y mientras no se logre un verdadero consenso, el futuro sólo puede empeorar.
No es verdad que el Estado esté ausente o que los delincuentes no vayan a la cárcel. De hecho, las prisiones y comisarías están repletas y el aparato estatal no ha dejado de crecer. Lo que ocurre, es fruto de la ineficiencia, la irresponsabilidad y la hipocresía de quienes manejan la cosa pública. Mientras esto no cambie, el miedo continuará prevaleciendo.
Vaya paradoja: en la Argentina de los linchamientos y la justicia por mano propia, muchos terminaron convenciéndose de que la única forma de defenderse de los delincuentes, es convertirse en uno de ellos.