El anuncio de una asignación mensual de 180 pesos por cada hijo que pertenezca a hogares que subsisten por fuera del mercado laboral formal es un hecho positivo. La oposición, la Iglesia, algunos gremios y organizaciones humanitarias venían reclamando que se avanzara en este sentido.
De hecho, las primeras horas luego de conocida la información, mostraron confundidos a los sectores que se oponen al gobierno. Es que no resulta fácil criticar una medida de este tipo, que apunta a enfrentar el flagelo de la pobreza en un país en el que los pobres se multiplican día a día a pesar de tanto discurso político de ocasión.
En la Argentina existen cerca de 2,4 millones de personas indigentes, fuera del sistema. No tienen voz, aunque muchos intenten atribuirse su representación. No tienen voto, aunque en cada elección les “encarguen” un par de boletas para que introduzcan en alguna urna.
Estas familias no tienen garantizada la comida diaria. Así de simple. Y cuando de hambre se trata, se debe actuar rápido y de manera concreta. Hace años que se habla del tema, pero nadie había dado el primer paso.
El gobierno avanzó en este sentido e incluso planteó como condiciones que los niños asistan a la escuela y reciban controles médicos. Por eso nadie puede oponerse al “fondo” de la cuestión. El problema, una vez más, está en las “formas”.
La oposición insiste en que la ayuda debería ser realmente universal, para limitar las posibilidades de que el poder de turno la utilice para comprar votos. También plantea que el sistema debió fijarse por ley, para evitar los vaivenes políticos. Remarca que este anuncio no resdistribuye riquezas e, incluso, deja entrever que el plan es apenas un eslabón más en la cadena de medidas tomadas por el gobierno para abrir las puertas a un nuevo mandato de Néstor.
Pocos confían en que el gobierno sea capaz de distribuir esta ayuda de manera transparente y sin fines coercitivos. Es que durante estos años, el kirchnerismo dio demasiadas muestras de cómo los fondos públicos pueden utilizarse para presionar y comprar voluntades. Y si no, que lo desmientan algunos gobernadores o legisladores nacionales.
Los Kirchner sembraron las semillas de las críticas que hoy reciben. Fueron ellos los que se encargaron de insuflar en amplios sectores esta sensación de desconfianza.
Pero los pobres más pobres no pueden esperar, sobre todo en un país en el que no aparecen demasiados sectores que despierten confianza. De hecho, la fortaleza del gobierno se apoya en las debilidades de la oposición.
El anuncio realizado ayer es una buena noticia, aunque perfectible.
La presidenta caminará durante los dos años que restan de su gestión sobre una línea delgada: a un lado, la posibilidad de administrar honestamente estos recursos. Del otro, el precipicio, que representa la tentación de utilizar los fondos con fines perversos.
El gobierno elige. Los pobres esperan. No les queda otra.
En definitiva, no tienen voz, ni voto. Aunque muchos hablen por ellos. O les “encarguen” un par de boletas en cada elección.