En 1999 dijo: “Estoy a favor de la tortura. Y el pueblo está a favor también”.
En 2003 le respondió a una diputada del Partido de los Trabajadores: “Yo no soy violador, pero si lo fuera, no la iba a violar porque usted no lo merece”.
En 2011 se refirió a los homosexuales: “Sería incapaz de amar un hijo homosexual. No voy a ser hipócrita aquí. Prefiero que un hijo mío muera en un accidente a que aparezca con un bigotudo por ahí”.
Y en 2016 opinó: “El error de la dictadura fue torturar y no matar”.
El 28 de octubre de 2018, Jair Messias Bolsonaro fue elegido presidente del Brasil, con más del 55% de los votos emitidos en la segunda vuelta contra el candidato del Partido de los Trabajadores, Fernando Haddad.
¿Cómo es posible que un hombre capaz de decir tantas atrocidades se convierta en el presidente del país más poderoso de Latinoamérica?
¿Es que acaso la mayoría de los brasileños está a favor de la tortura o de la más vulgar falta de respeto hacia las mujeres; más de la mitad de los votantes preferiría un hijo muerto, antes que un hijo homosexual; y 56 millones creen que los militares debieron asesinar a más personas mientras gobernaron?
La verdad es que, en medio de los festejos por el arrollador triunfo, la gente en las calles no hablaba de homosexuales, ni de muerte, ni de torturas, ni de mujeres avasalladas. En realidad, los votantes de Bolsonaro repetían una sola consigna casi al unísono: “Basta de PT… Basta de corrupción”.
A Bolsonaro lo precede un gobierno que pasará a la historia como el encargado de perfeccionar un mecanismo fenomenal de corrupción, que no sólo involucró de manera directa a los máximos referentes del Partido de los Trabajadores, sino a representantes de todo el abanico político brasileño. De hecho, los partidos tradicionales están prácticamente agonizantes.
Mal que les pese a tantos políticos que se aferran a miradas mesiánicas y personalistas, los gobernantes son apenas fruto de las circunstancias.
Es probable que los brasileños jamás hubieran votado por un personaje como Bolsonaro, si quienes gobernaron el país durante las últimas décadas no hubiesen abusado del poder como lo hicieron.
Está claro que no se trata de izquierdas y derechas, sino de una reacción ante el hartazgo y la impotencia. En la vereda de enfrente, Hugo Chávez también llegó al poder en Venezuela como rechazo a una clase política decadente, corrompida y mediocre. Veinte años después, la sociedad venezolana continúa sufriendo ante la profundización de las divisiones, el autoritarismo y la pobreza.
Los extremos son siempre peligrosos. No sólo por la manera en que se desenvuelven en el poder, sino porque suelen incubar reacciones extremas.
¿Hará Bolsonaro todo lo que dijo una vez que asuma en el gobierno? Por ahora, nadie lo sabe, aunque no parece sencillo que eso suceda. Una vez allí, deberá rendir cuentas a quienes no lo votaron, y también a quienes lo eligieron.
Quienes afirman con liviandad que los pueblos no se equivocan, están profundamente equivocados. La historia está plagada de ejemplos de siniestros personajes que llegaron al poder gracias al apoyo popular.
Por ahora, todo es incógnita. Probablemente este hombre que expresó abiertamente su odio hacia los negros, los pobres, las mujeres y el estado de derecho, jamás cumpla con lo que tanto ha pregonado.
Sin embargo, la puerta del espanto quedó inquietantemente entreabierta. Y el responsable de este salto al vacío, no es Jair Messias Bolsonaro.
Los que robaron, manipularon y estafaron, deberían pedir perdón por lo que hicieron, y por el sombrío futuro que ayudaron a construir.