Cuando la política en la Argentina comenzaba a parecerse demasiado a un monólogo casi permanente, transmitido por cadena nacional, miles de personas en las principales ciudades del país resolvieron congregarse para hacer escuchar otras voces.
Identificar a los manifestantes con un sector determinado de la sociedad, sería simplificar el fenómeno. Seguramente desde el oficialismo se intentará circunscribir la protesta a sectores acomodados de las clases medias y altas. Sin embargo, ésta sería una verdad a medias.
De hecho, la pluralidad de los reclamos horizontalizó necesariamente los orígenes, realidades y expectativas de los participantes. En las marchas se entremezclaron temas tan disímiles como las quejas por la prohibición de comprar moneda extranjera, las críticas por el abuso de la cadena nacional, la impunidad frente a denuncias de corrupción y los rechazos a la evidente intención del kirchnerismo por instalar el tema de la re-reelección. Pero para muchos, el foco principal estuvo puesto en la inseguridad, un problema que preocupa tanto a ricos, como a pobres.
Otro aspecto que vale la pena destacar es el hecho de que no existiera ningún político, sindicalista o líder que convocara a las protestas. Lo que nació como una propuesta a través de las redes sociales, hizo que miles de personas se decidieran a hacer escuchar sus quejas.
Esta respuesta no fue casual. De hecho, nadie saldría a las calles a protestar, cacerola en mano, un jueves a la noche si no considerara firmemente que existen motivos para hacerlo.
Frente a un abanico tan amplio de reclamos, resulta difícil encontrar una sola y exclusiva razón que explique la reacción social. Sin embargo, no parece casual que las marchas se hayan producido en este momento.
Hace apenas una semana, Cristina Fernández de Kirchner dijo durante una acto público: “Sólo hay que temerle a Dios… y un poquito a mí”. La frase llamó la atención de propios y extraños.
Si la presidente intentó hacer un chiste, habrá que advertirle que sus dichos no causaron gracia alguna. Es que la primera mandataria puso en palabras una sensación que en los últimos tiempos viene echando raíces en gran parte de la sociedad argentina: el miedo.
Y a esta altura de las circunstancias, nadie quiere vivir con temor. Los más jóvenes, crecieron en democracia y libertad. Los mayores, no están dispuestos a revivir épocas de terror que laceraron a la Argentina y la llenaron de cicatrices.
La presidente cometió otro error anoche, cuando desde San Juan dijo: “Nerviosa no me voy a poner, ni me van a poner”. Otra vez, sus dichos sonaron a desafío. Casi a provocación. No había necesidad alguna de que se expresara de esta manera.
Es verdad que la intolerancia anida, seguramente, entre muchos de los que decidieron protestar. Las irresponsables consignas destitutivas no deben ser avaladas de ninguna manera. Más aún, se impone la necesidad de que sean terminantemente confrontadas por quienes se dicen democráticos.
Sin embargo, lo más preocupante es que la intransigencia provenga del gobierno y que Cristina insista en profundizar este camino de divisiones.
La duda, ahora, es saber si ellla tendrá la lucidez suficiente como para comprender el mensaje y actuar en consecuencia. Por su bien y por el bien de todos. Porque en la Argentina, nadie quiere vivir con miedo y, mucho menos, que se juegue temerariamente con él.