Tarde o temprano iba a pasar. Omar Segado tenía 71 años y era el propietario del bazar Lavalle, ubicado en General Paz y Angel Cassanello. Este fin de semana fue víctima de un asalto, como les ocurriera a tantos otros comerciantes en los últimos años.
Pero a Omar Segado no lo acompañó la misma suerte que en numerosas ocasiones salvó las vidas de otras víctimas del delito que asola las calles. El único y maldito balazo que impactó en su cuerpo, dio en la ingle y le provocó una herida de muerte al dañar la arteria femoral.
Si durante los últimos tiempos no se habían producido otras muertes como ésta, fue gracias a alguna caprichosa jugada del destino o a la mala puntería de los delincuentes.
El hecho ocurrió en el preciso momento en que familiares de víctimas del delito en la ciudad organizaban una marcha para reclamar seguridad. Por algún extraño motivo, cada vez que se congregan para protestar, la asistencia de los vecinos de Santa Fe es escasa, casi nula. Sin embargo, probablemente la muerte de Segado convenza a muchos de participar en la próximo encuentro convocado para el viernes de esta semana frente a la Casa Gris.
Es cierto que con una protesta no se solucionan los problemas. Pero la genuina expresión popular siempre resulta movilizante para quienes cargan con la obligación de tomar decisiones.
El gobierno de la provincia tiene diversos frentes abiertos. Sin embargo, el flagelo de la inseguridad parece reflejar matices particularmente preocupantes.
Se sabe que este problema no se soluciona sólo con mayor presencia policial y que los reclamos de “mano dura” suelen conducir a un camino efectista, peligroso e infructuoso.
Sin embargo, contar con una policía confiable y subordinada a los mandos políticos resulta una condición clave para llevar adelante cualquier plan preventivo.
Hace apenas cuatro días, en la ciudad de Rosario, gran parte de la policía decidió sublevarse luego de que las autoridades del Ministerio de Seguridad resolvieran modificar sus horarios de trabajo, de manera tal que se pudiera obtener mayor presencia de uniformados en las calles.
Si bien desde el gobierno se intentó minimizar lo ocurrido, lo cierto es que las autoridades debieron dar marcha atrás en sus planes. La policía rosarina, finalmente, regresó a las calles luego de amenazar con dejar a la ciudad sin control durante la noche del pasado jueves.
Los antecedentes inmediatos no son para nada alentadores. Aunque parece que algunos lo han olvidado demasiado rápido, el actual ministro de Seguridad, Raúl Lamberto, asumió a mediados de junio pasado luego de que su antecesor, Leandro Corti, denunciara públicamente la existencia de dos policías bien diferenciadas y en una encarnizada pugna interna.
Por un lado, quienes trabajan de manera honesta y denodada en una lucha que parece desigual. Por el otro, la vieja policía acostumbrada a usufructuar con el delito bajo un supuesto amparo histórico de sectores políticos.
El nuevo ministro cambió los modos y atemperó el discurso. Sin embargo, quien crea que el problema de fondo está resuelto, se equivoca. Este no es un cuento de hadas. Aquí no existen varitas mágicas. Se trata de una flagelo con raíces profundas, protagonizado por hombres de carne, hueso, oscuras artimañas y armas de fuego bien cargadas.
Se miran de reojo
Pero en el objetivo de construir una sociedad más segura, el gobierno no sólo debe enfrentar a la vieja policía. Su relación con un sector importante del Poder Judicial es tan tirante que, por momentos, parece a punto de romperse. Si la ruptura no se produce es, simplemente, porque las instituciones están por encima de los hombres que forman parte de ellas.
Unos y otros se miran de reojo. Se muestran los dientes. Y lo hacen de manera pública.
El gobierno asegura que la vieja corporación judicial entorpece, siempre que puede, la tan ansiada transformación. Incluso, reclama de algunos jueces mayor contracción al trabajo, bajo amenaza de impulsar juicios políticos para destituirlos. Desde la Justicia se le responde al Ejecutivo que debería agilizar el proceso tendiente a designar jueces y que resulta imprescindible garantizar la infraestructura necesaria como para llevar adelante los cambios que tanto se pregonan.
Con matices, unos y otros tienen parte de razón.
Frente a las actuales circunstancias, sería fácil enarbolar un discurso demagógico, reclamar mano dura y acusar al socialismo de ineficaz en su lucha contra el delito. Pero ésta sería una postura sesgada: cuando los que hoy son opositores tuvieron la misión de gobernar, tampoco brindaron respuestas adecuadas al problema de la inseguridad. Tanto fue así, que dejaron a la ciudad de Santa Fe al tope del ranking de homicidios a escala nacional.
De todos modos, el gobierno de la provincia deberá reconocer la gravedad del problema y buscar los caminos que conduzcan a mitigar el flagelo. Para ello, resulta imperioso restablecer la autoridad política hacia los cuadros policiales.
Y en cuanto a la relación con la Justicia, los responsables máximos de ambos poderes deberán acercar posiciones y abandonar cuanto antes el enfrentamiento mediático del que nadie resultará ganador.
Nada de esto devolverá la vida de Omar Segado, ni alcanzará para aliviar el dolor de otra familia destrozada.
Sin embargo, representarían señales de responsabilidad y compromiso.
Por ahora, no se puede reclamar mucho más que eso, pues el problema de la inseguridad no es un cuento de hadas. Y, por lo tanto, no existen milagros, ni varitas mágicas, que puedan solucionarlo de la noche a la mañana.