En busca de un contrincante

“El verdadero problema de la sociedad es la falta de una dirigencia política que los represente con un modelo alternativo con el cual podamos debatir y decidir. Que se encarguen de generar un proyecto en base a lo que quiera la sociedad”, disparó Cristina Fernández de Kirchner pocas horas después de que centenares de miles de argentinos salieran a las calles del país para protestar y manifestar su desencanto.
Consciente o inconscientemente, Cristina Fernández estaba reclamando en público el surgimiento de un verdadero contrincante.
Lo mejor que le podría pasar al kirchnerismo, es que aparezca un rival. Pero un enemigo de verdad, no inventado. Un adversario de carne y hueso, no difuso. O, al menos, con nombre propio. Alguien con quien compartir el ring e intercambiar golpe por golpe. Un verdadero opositor. Uno que se pueda individualizar. Alguien a quien enfrentar y poner contra las cuerdas.
Durante los últimos años, el kirchnerismo pudo haber carecido de muchas cosas. Pero nunca de un enemigo: primero fue el menemismo, luego el duhaldismo, más tarde le tocó al escuálido poder militar, después a una Iglesia lacerada por sus propias miserias, pronto llegó el campo y, finalmente, un grupo periodístico con el que había mantenido buenas relaciones hasta entonces.
Entre tantas peleas de fondo, existieron algunos rivales ocasionales: un presidente uruguayo -defensor de empresas contaminantes-, el gobierno norteamericano -con su avión militar secuestrado por el mismísimo canciller argentino-, los fondos buitres -y su rara inclinación por las fragatas nacionales-.
Una lectura superficial de lo sucedido durante los últimos diez años, diría que lo peor que le puede ocurrir al kirchnerismo es que ese enemigo no aparezca.

Escenario perturbador

Sin embargo, a partir del 8N quedó claramente demostrado que existe un escenario aún más perturbador para el gobierno: que el contrincante no sea un político, un partido, una corporación o un grupo periodístico; sino que se trate de una masa difusa, heterogénea, casi fantasmagórica, conformada por millones de personas que deciden ocupar las calles del país.
Ese contexto es el que realmente incomoda al kircherismo. Ese entorno representa un verdadero riesgo para un gobierno que ha optado por sostener estratégicamente un permanente estado de beligerancia.
Es que no resulta sencillo enfrentar a esa clase de contrincante. No es lo mismo intercambiar golpes con un candidato opositor, con un partido político, con un gobierno extranjero o contra las corporaciones; que hacerlo contra millones de personas que deciden manifestarse pacíficamente -más allá de algún inadaptado- porque están disconformes y cansadas. Y para colmo, no piden destitución alguna, por lo que no pueden ser tildados de golpistas. Sólo reclaman respuestas a problemas concretos como la inseguridad, la inflación o la protección a funcionarios sospechados de corrupción.
Son millones de personas que no tienen quién las represente, pero que por el momento ni siquiera se muestran demasiado afligidas por esta carencia.
¿Qué puede hacer el gobierno ante semejante situación? ¿Insistir en que se trata sólo de la clase media acomodada? ¿Desacreditar a quienes protestan? ¿Criticarlos? ¿Investigarlos? ¿Amenazarlos?
Nada de eso es posible. Sobre todo porque, aunque le pese al kirchnerismo, en manos de esa masa heterogénea que protestó el 8N se encuentra la llave de un anhelado triunfo electoral que le permita avanzar hacia la reelección indefinida.
Durante los últimos diez años, el kirchnerismo logró lo que muchos consideraban utópico: ocupar la totalidad del escenario político argentino, a pesar de haber accedido al poder con apenas el 22{e84dbf34bf94b527a2b9d4f4b2386b0b1ec6773608311b4886e2c3656cb6cc8c} de los votos en aquel lejano 2003.
Sin embargo, dominar la totalidad del escenario tiene sus riesgos. Cuando no existe otro protagonista de fuste, todas las miradas se dirigen hacia ese actor que centraliza y domina la escena casi a su antojo. Es el dueño de todos los aplausos. Pero también es el destinatario casi exclusivo de las críticas. En él están depositadas cada una de las expectativas. Y entonces, el proceso de desgaste puede tornarse verdaderamente incómodo, sobre todo cuando los recursos para distribuir y calmar tanta ansiedad comienzan a escasear.
Dueño absoluto del escenario y ante un contrincante imposible de individualizar, el gobierno no tiene en quién descargar la presión y atribuir culpas. Ni siquiera puede responsabilizar a sus antecesores por los problemas actuales.
De ahora en más, el kirchnerismo seguramente imprimirá aún más fuerza al discurso tendiente a mantener con vida al enemigo individualizable de turno. Un enemigo concreto, cuyos límites no aparezcan tan difusos como los de una marea humana conformada por ciudadanos ocupando las calles.

El próximo capítulo

Así como esta situación resulta perturbadora para el gobierno, lo que está sucediendo por estos días representa una especie de bálsamo para los opositores quienes, sin demasiado esfuerzo y sin asumir los costos del enfrentamiento a cara descubierta, observan cómo el kirchnerismo debe asumir el desgaste provocado por millones de personas exigiendo respuestas.
Sin embargo, los efectos de este afrodisíaco serán de corto alcance para la oposición. Más temprano que tarde, los dirigentes opositores tendrán que dejar de ser meros testigos del fenómeno, para transformarse en protagonistas, intentando convertirse en representantes de quienes buscan un cambio, pero no saben dónde encontrarlo.
Será entonces cuando el reclamo de Cristina de “una dirigencia política que los represente con un modelo alternativo con el cual podamos debatir y decidir”, comience a hacerse realidad.
En definitiva, ése es el juego democrático.
Y pronto deberá dilucidarse quiénes están dispuestos a jugarlo.