Veinte años después las heridas continúan abiertas; y no es para menos. A dos décadas del primer atentado del terrorismo internacional en suelo argentino, sólo quedan preguntas sin respuestas. El dolor de los familiares de las 29 víctimas de la embajada de Israel se entremezcla con una sensación de impunidad que, incluso, alcanza el grado de sospecha de complicidad desde el poder local de entonces.
El estruendo se escuchó a las 14.45 del 17 de marzo de 1992. Le siguieron un silencio sepulcral y un olor a pólvora penetrante. Después llegaron los gritos, las sirenas y el caos en una escena plagada de buenas intenciones de quienes intentaban colaborar, pero huérfana de organización y profesionalismo en las fuerzas de seguridad.
José Luis Manzano era por entonces ministro del Interior y prometió investigar hasta las últimas consecuencias. La Corte menemista se hizo cargo de la causa. Se acusó al encargado de seguridad exterior del Hezbollah, el libanés Imad Mugniyah, y a un colombiano llamado Samuel Salman El Reda. Todo indica que Mugniyah falleció en 2008. Del colombiano, no hay rastros.
Eran años en los que la Argentina intentaba pertenecer al “Primer Mundo”. Había sido el único país latinoamericano que decidió enviar tropas a la guerra del Golfo Pérsico. Las tropas no tenían como objetivo entrar en combate. Pero allí estuvieron. La primera hipótesis fue que el atentado se produjo como represalia por aquella decisión.
Pero la falta de resultados en las investigaciones y lo que por entonces sucedía en el país, ponen en duda aquella explicación.
El atentado contra la embajada se produjo durante el mismo año en que el traficante de armas, Monzer Al Kassar, conseguía un DNI argentino por orden de Carlos Menem. Y cuando el país estaba en manos del mismo gobierno que fue capaz de traficar armas hacia Ecuador y Croacia, mientras la formalidad lo colocaba como garante de la paz.
Ayer, la comunidad judía se reunió para recordar los veinte años del horror. Con Cristina Fernández y el canciller Héctor Timerman en Chile, el gobierno envió a este acto al vicepresidente Amado Boudou, un hombre sospechado y acusado ante la Justicia. Fue recibido con silbidos aislados y un grito de “¡Chorro!”.
No fue una buena decisión enviar al vicepresidente. Se trató de una nueva afrenta. El dolor sigue allí. La falta de respeto, también.