Ataque al gobernador

La provincia de Santa Fe ha dejado de ser la misma a partir del sábado por la noche. Aunque pueda sonar alarmista, el hecho de que integrantes del crimen organizado decidieran -y se atrevieran- a balear el domicilio particular del gobernador Antonio Bonfatti, representa una verdadera bisagra en lo político, social y hasta en lo cultural.

Incluso las máximas autoridades del gobierno sintieron el impacto y se vieron sorprendidas por los hechos. Es verdad que en los últimos meses existieron amenazas contra algunos encumbrados funcionarios políticos y judiciales. Sin embargo, hasta el momento las bandas criminales no habían traspasado el límite de pasar a los hechos.

Decidieron hacerlo. Y de la manera más resonante y simbólica: atacaron directamente a quien representa la máxima autoridad del Estado provincial.

En primer lugar habrá que descartar el accionar de delincuentes comunes. Lo sucedido tiene, sin duda alguna, el sello del crimen organizado, en una provincia donde desde hace poco más de un año se han multiplicado los focos de conflicto: el gobierno y la Justicia avanzaron en la desarticulación de bandas narcotraficantes en la ciudad de Rosario, también se tomaron decisiones tendientes a enfrentar la corrupción enquistada dentro de la Policía. Pero eso no fue todo. Además, existieron choques contra barrabravas del sur provincial y con grupos armados de la Uocra Santa Fe.

El abanico de posibilidades es amplio. Sin embargo, todo indica que el narcotráfico y sectores policiales corrompidos por este mismo flagelo surgen como los principales sospechosos del ataque a la casa de Bonfatti.

Quienes deciden balear el domicilio particular del gobernador, advierten con claridad que están dispuesto a dar pelea por intereses que evidentemente ven amenazados, vinculados con territorios, poder y, claro está, dinero.

Se han parado de igual a igual frente al Estado. Han dejado en claro que no le temen y que no dudarán al momento de tener que eliminar a todo aquél que se atreva a interponerse en su camino.

Pero el mensaje va más allá. No sólo apuntan a las autoridades, sino que abarcan a la sociedad en general. Instalar el miedo y el terror suele ser una herramienta efectiva para lograr que nadie se entrometa, que todos miren hacia otro lado y que se haga trizas el concepto de autoridad institucionalmente constituida.

Lo que viene sucediendo en Santa Fe no es un hecho excepcional. El proceso se parece demasiado a lo sucedido durante las últimas décadas en otros países en los que no se adoptaron a tiempo las medidas necesarias como para evitar que bandas narcocriminales echaran raíces.

Al consumo de drogas le siguió la instalación de centros de elaboración y distribución de estupefacientes. Luego, el poder de estos grupos se propagó entre los sectores marginales de la población, que encontraron en el mundo narco una forma de subsistir.

Estas bandas, organizadas y económicamente poderosas, corrompieron a la policía. Luego decidieron avanzar sobre el poder constituido: fueron por jueces, legisladores, funcionarios políticos. Amenazaron primero. Pasaron a los hechos después. Y terminaron provocando masacres humanas.

El Estado nacional no parece contar con una verdadera política de lucha contra el narcotráfico. Y mientras algunos políticos siguen enceguecidos por sus propias miserias, el tiempo se acaba en la Argentina.

La guerra es a todo o nada y los delincuentes habrán ganado una batalla importante desde el momento en que en la sociedad se instale la duda acerca de quién es más fuerte: el Estado o las bandas criminales.